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jueves, 25 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte VII)



-Llevábamos catorce años casados cuando supe que estaba embarazada. Al principio fue como si todos aquellos años no hubieran existido. Gregorio redujo la dosis de alcohol de forma considerable y me traía flores o bombones casi a diario. Era un milagro. Las discusiones, insultos y amenazas continuaron, además de bofetadas o castigos menos violentos, pero las palizas cesaron. Un día salimos a pasear. Yo estaba de siete meses y como pesaba cincuenta kilos parecía que me había tragado un balón, además los kilos que cogí me dejaron la cara con más lustre, por fin llenaba la ropa y hasta los sujetadores. Nos encontramos con un matrimonio que habían sido amigos nuestros, hasta que dejamos de relacionarnos porque ella se enteró que Gregorio me pegaba. La cuestión es que su marido hizo un comentario algo así como: el embarazo te sienta muy bien –Tina enmudeció y se perdió en algún punto entre ella y su taza de café-. Aquella noche fue la peor de mi vida. Empezó con sutiles sarcasmos, luego insinuó que si tanto me gustaba que otros alabaran mi aspecto debía cuidarlo más. Sacó el neceser del maquillaje, el cual sólo usaba para disimular los moratones, y empezó a maquillarme a la fuerza. Yo estaba inmovilizada entre los azulejos del baño y su brazo apretando mi cuello –la voz de Tina se estaba ahogando como si aquel brazo del pasado estuviera cercando su garganta-. En frente tenía el espejo. Apenas podía respirar. Me embadurnó la cara de maquillaje, pintó unos labios deformes de rojo carmín y puso dos pegotes de rímel en las pestañas que empezaron a chorear mezclados con las lágrimas. Yo tenía el aspecto de una puta emborronada, al menos eso dijo él. Apretó más el cuello. Debí perder el conocimiento. Lo siguiente que recuerdo es que yo estaba de rodillas sobre el bidé. Él tenía agarradas mis muñecas en la espalda como si yo fuera una criminal –la cucharilla de Tina re piqueaba en la taza al compás del temblor de la mano. La soltó y escondió las manos bajo la mesa-. Me violó mientras recitaba palabras similares a zorra desagradecida. Le supliqué, entre contracciones, que me dejara por el bien del bebé. Dijo que si algo le pasaba era por mi culpa. Cuando terminó se fue a la cama con una botella de whisky. Yo pasé la noche en el salón retorciéndome de dolores porque él no quiso ir al hospital. No conduciré durante una hora para nada, ladró. Durante las horas más largas de mi vida pensé que si el bebé moría sería lo mejor. No deseaba que mi hijo viviera la misma pesadilla que yo. De paso podría morir yo con él. Por la mañana, antes de marcharse a trabajar, me dijo que fuera a visitar a mi madre. Seguro que ella te puede ayudar con estas cosas de mujeres, ya verás que no es nada, me dio un beso y se fue. Cuando llegué aquí, mi madre telefoneó a D. Severiano que llegó enseguida. El doctor dijo que estaba de parto y que era imposible llegar a tiempo al hospital. Lo malo no fueron los dolores, tampoco la certeza que pariría un bebé muerto, ni acunarle como si estuviera dormido. Lo peor fue que yo recé para naciera sin vida –Tina empezó a llorar cuando la voz se le quedó en un hilo.
-Nació muerto.
Ella asintió.
-Tú no tienes la culpa.
Sollozó con más fuerza a la vez que cubrió su rostro con las manos.
-Realmente es mejor que el bebé falleciera –trató de buscar las palabras que la consolaran, pero sabía que era en vano.
Tina negó con la cabeza. Quiso desaparecer. La vergüenza no la dejaba quitar las manos de su cara. Sintió que Anselmo la abrazaba y murmuraba una y otra vez: tranquila, ya pasó. Y se abandonó al llanto.


Continuará...


Nota: derechos de autor debidamente registrados.

miércoles, 24 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte VI)



Anselmo estuvo fisgoneando todo lo que tenía Tina en el salón mientras ella preparaba la cafetera y las tazas, que se habían pasado de moda sin apenas usarlas.
-Estos de aquí son tus padres, ¿verdad? –dijo señalando uno de los retratos que estaban sobre la mesita del teléfono.
-Sí.
-¿Este es Gregorio? Me lo imaginaba parecido a un cromañón –dijo tocándose mentón y torciendo la cabeza.
-Es Manuel, mi hermano. No tengo fotos de Gregorio, al menos no las tengo visibles.
-Comprendo.
-¿El qué? –retó escéptica.
-Pues que ya tendrás bastante con recordarle cada día como para tener que verle sonriendo en un marco bonito, como si él no hubiera hecho nunca nada –razonó ojeando los libros.
A Tina la sorprendió las palabras de él, pues así es como pensaba ella.
-¿Quieres leche? –cambió de tema.
-Sí. Veo que te gustan las historias de amor tortuosas: Cumbres borrascosas, Como agua para chocolate, La casa de los espíritus, El amor en tiempos de cólera…
-Son las más reales, aunque algunas cosas sean imposibles como el amamantar a un bebe cuando no has sido madre o los espíritus acechando en una noche de tormenta.
-¿Hablas de tu propio fantasma? –preguntó entrando en la cocina.
-Supongo. Sé que no es real, pero está ahí –dijo llenando las tazas de café-. Vete al salón, ya llevo las cosas.
-Prefiero tomarme el café aquí –dijo Anselmo colocando el azucarero y las servilletas sobre la mesa.
-¿Este piso y los muebles son tuyos? –Preguntó mirando alrededor como si algo chirriara.
-Ahora sí. Lo heredé de mis padres –dijo Tina mientras dejaba las tazas con el café y una jarrita con la leche-. Fallecieron hace dos años y como mi hermano viaja tanto no lo quería, así que él se quedó con las tierras para venderlas y yo, como vivía aquí desde que enviudé, puse las escrituras a mi nombre. Tengo un sueldo que no da para mucho y no he podido comprar muebles o reformarlo, aunque tampoco recibo muchas visitas –dijo encogiéndose de hombros.
Tina sacó un plato con pastas y se sentó frente a Anselmo que volvía a juntar sus manos formando aquel triángulo. Por un instante, ella imaginó que bien podría ser el triángulo de las Bermudas y estaba ahí para hacerla desaparecer.
-¿Por qué te encierras en ti misma? ¿No tienes amigas?
-Ahora sí tengo amigas, pero cuando las veo prefiero hacerlo lejos de aquí. En este piso viví la peor experiencia de mi vida –Anselmo la miró intrigado sin despegar los labios. Tina bajó la mirada y dijo-. En una ocasión me quedé embarazada –la confesión hizo que Anselmo derramara un poco de leche cuando la estaba sirviendo.
-Perdona –dijo empapando la servilleta de papel.
-No pasa nada –dijo como si tal cosa.
-¿Qué pasó?

Continuará...

Nota: derechos de autor debidamente registrados.

martes, 23 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte V)



-Claro –dijo firmando la receta que correspondía a esa semana.
La acompañó en silencio hasta la salida del centro de salud, que estaba tan vacío como las respectivas casas que les esperaban.
-Quiero verte el lunes que viene a la misma hora –dijo manteniendo la puerta abierta para que saliera Tina.
-No sé, de verdad estás preocupado por mí o te gusta el morbo de ver como sufren los demás –dijo retorciéndose las manos.
-Con el tiempo verás que yo no soy tu enemigo –se despidió con un ademán de cabeza y entró dejando la puerta abierta. Tina le vio desaparecer por el pasillo antes que la puerta se cerrara sola.
Esa semana, a pesar de saber que el teléfono no sonaría, Tina lo convirtió en el eje que la mantenía con esperanza.
Decidió aumentar la dosis, por cuenta propia, de las pastillas para dormir, pues los sueños en los que su marido aparecía y la maltrataba eran continuos. Lo único que quería, después de un día de trabajo y de correr temblando hacia el teléfono cada vez que sonaba, era caer inconsciente durante toda la noche sin que el fantasma de Gregorio la importunara.
Llegó el día de su cumpleaños y con él los remordimientos de conciencia se acentuaron. Llevó flores a la tumba de su marido que, desde que falleciera su suegra, estaba cada vez más descuidada. Un rosal plantado a los pies crecía sin control y cubría más de la mitad de la lápida. Tina ni siquiera compró flores. Como era primavera, de camino al cementerio, recolectaba flores silvestres y hacía un ramo con una composición de diversos colores y en forma alargada. Al dejar las flores sobre la lápida se confundían con el rosal y parecía que del granito podía crecer vida vegetal.
-¿Cuándo dejarás de atormentarme? –Preguntó en voz casi inaudible, a pesar de estar sola en el cementerio-. No vas a parar hasta que pague por desear que fallecieras, ¿verdad? Estoy segura que donde estés necesitas a tu esparrin. Tranquilo, ya me quedan pocas ganas de luchar.
Empezaba a caer la tarde cuando decidió que ya no tenía nada más que decirle y sabía que esa noche, como cada aniversario, ella en sueños sería el verdugo y lo mataría, al igual que lo hizo aquella noche del accidente.
Al llegar al portal de su piso, con la mirada fija en los zapatos llenos de polvo del camino y la espalda arqueada debido al peso de su conciencia, la abordó alguien tocándola el hombro por detrás.
Gritó y se cubrió con el bolso. Cerró los ojos esperando el primer golpe.
-Tranquila, soy yo –dijo con los brazos extendidos hacia ella y las manos abiertas para mostrar que no quería dañarla.
-¿Qué haces aquí? –preguntó abriendo los ojos y jadeando al reconocer la voz.
-Me dejaste preocupado el otro día. ¿Podemos hablar un momento? –explicó Anselmo.
-Está bien, sube te invito a un café –dijo titubeando y sin relajar del todo la posición de su cuerpo mientras miraba alrededor como si estuviera cometiendo un delito al dejar subir a un hombre al piso.


Continuará...


Nota: derechos de autor debidamente registrados.

viernes, 19 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte IV)




-La noche que yo cumplía cuarenta, recibí una llamada telefónica donde, me informaron que Gregorio había sufrido un accidente de tráfico. Mis padres me llevaron al hospital. En el asiento trasero, y con la oscuridad como mi refugio, recé para que muriera –Tina permaneció callada con la mirada fija en sus manos llenas de grietas y las uñas pintadas. De pronto se sintió ridícula, pero no tenía nada mejor que hacer. El doctor no quiso interrumpir y esperó erguido en su sillón, con los codos apoyados sobre la mesa y sus manos que parecían realmente desnudar el alma de Tina. Ella suspiró con el rostro impávido y continuó-. ¿Cree en Dios? Yo empecé a tener fe ese día. La guardia civil nos explicó que cuando él regresaba al pueblo se había salido de la carretera y colisionó contra un árbol, al parecer había bebido y, el conductor del coche que circulaba detrás de Gregorio, dijo que iba haciendo eses. No dijeron de dónde venía, pues él trabajaba en el pueblo y no tenía por qué coger el coche, pero no hizo falta. A parte de las palizas sufridas durante esos años también me contagió la gonorrea y alguna venérea más. Trasladamos el cuerpo al pueblo y lo velamos en el salón de nuestra casa. Durante ese tiempo y hasta que lo enterramos permanecí como si mi cuerpo se hubiera petrificado, pero por dentro estaba mucho peor. Mi alma era un tempano de hielo insensible a cualquier estímulo. A pesar de hacer calor, yo llevaba camisa de manga larga y medias gruesas negras, para tapar los hematomas, a juego con el resto de la ropa tan oscura como mis deseos de matarlo. Creo que fui yo quien lo asesinó, si no hubiera rezado… –se calló como el que baja el volumen de la radio-. Durante los meses siguientes Gregorio continuó maltratándome en mis sueños, en ocasiones yo era él y golpeaba a la pecadora, que suplicaba perdón por rezar, encogida en un rincón de la cocina. Cuando despertaba podía sentir los golpes. Las pesadillas desaparecieron poco a poco, pero no la culpabilidad, aún hoy sigo teniendo esos sueños. Sobre todo cuando se aproxima mi cumpleaños. Esta semana cumplo cincuenta y tres años, y ante la víspera de esta fecha necesito la medicina más que nunca, por eso estoy aquí –admitió levantando la cabeza para mirar a Anselmo que permanecía en tensión-. Durante dieciocho años de matrimonio tuve varios huesos rotos a consecuencia de fortuitas caídas, nunca por la fuerza de sus golpes; esguinces en los dos tobillos ya que era una mujer algo torpe y enclenque, no porque me hiciera la zancadilla cada vez que trataba de salir corriendo; un hombro luxado por cargar el peso de los canastos llenos de uvas, no porque él retorciera mi brazo para inmovilizarme, los hematomas me los hacía porque era descuidada y tropezaba con todo, nunca los hicieron sus brazos y piernas de oso cavernario; los arañazos en los brazos eran causados por las plantas de jardín, no por sus uñas; él nunca me violó y siempre tenía palabras amables para mí. Acabé por creer todas esas mentiras y en los últimos años aprendí a disimular tan bien como él –la sonrisa retorcida de Tina tenía un matiz taciturno-. Los médicos hacían la vista gorda y el doctor del pueblo, D. Severiano por aquel entonces, era un hombre mayor que acudía a misa todos los días. Cada vez que D. Severiano me curaba yo recibía, además, consejos gratuitos de cómo no enfadar a mi marido, a perdonarlo que tuviera la necesidad de aliviarse con las fulanas del burdel de las afueras y demás disparates. Aunque era libre, cuando murió mi marido, Gregorio se encargó, desde el infierno, que la libertad fuera sólo una ilusión. Gracias a sus vicios no me quedó mucho, la casa decidí venderla, el coche quedó destrozado, aunque tampoco sabía conducir, como no teníamos hijos ni testamento tuve que compartir la herencia con sus padres y las tierras eran de ellos. Sólo tenía una pensión que ni merece la pena mencionar y un montón de deudas que, por suerte, sufragaron una parte de los beneficios por la venta de la casa. Cómico, ¿verdad? –preguntó con una sonrisa que más bien parecía una mueca de dolor.
-Descorazonador, diría yo –reseñó Anselmo.
-Ya he cubierto el cupo de confesiones por esta semana, ¿puedo irme? –preguntó incorporándose a la espera de recibir permiso.


Continuará...


Nota: derechos de autor debidamente registrados.

jueves, 18 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte III)




Transcurrieron los días sin noticias del doctor. Tina sabía que ella no era ningún caso clínico que interesara a nadie. Trató de continuar con su vida con un ojo en el televisor, viendo documentales de lugares exóticos a los que ella nunca iría, y con el otro ojo suplicando al teléfono que sonara de una vez. Ring. Cuando lo hacía, el timbre trasformaba sus huesos en gelatina y el corazón sonaba como los tambores de las tribus africanas. Hizo una recapitulación mental de todas las personas que la habían llamado en esos días mientras se atusaba el pelo antes de contestar: a diario la telefoneaban para hacer una encuesta o venderla algo, y llamó su prima, Dora, que vivía en Madrid. Pero en esta ocasión el teléfono sonaba distinto.
-Diga.
-¿Está Tina Fernández? –preguntó una voz masculina.
-Soy yo, ¿de parte de quién?
-Hola Tina, soy Anselmo. Quería confirmar que tienes cita el lunes a las dos, ¿te viene bien?
-A esa hora salgo de trabajar, llegaré tarde –dijo en un último intento de escapar del psicoanálisis.
-Mejor, a esa hora seguro que todos los pacientes se han marchado y nadie nos interrumpirá.
-Genial –dijo ella, pero no sabía si dentro de ella esa palabra iba acompañada de un matiz irónico o no.
No supo por qué pero, la llamada y la preocupación del médico confortaron a Tina. Pidió cita en la peluquería donde cubrieron sus canas y le arreglaron las uñas. Lástima que con las arrugas no se pudiera hacer nada.
Ese lunes, antes de salir de la tienda, donde trabajaba, miró su reflejo en la puerta corredera de cristal. Aquel conjunto la favorecía y disimulaba su extrema delgadez. El nuevo peinado acentuaba su cara con forma de corazón y sus ojos marrones estaban encendidos de ilusión, pero el estómago se la encogió cuando pensó en todos los horrores que tendría que rememorar en breves minutos.
De camino a la consulta pensó que no valía la pena. Ella era un caso perdido desde el día que conoció a su marido. Paró y volvió a caminar. Por mucho que se peinara, vistiera con ropa nueva o maquillara nada podía ocultar las arrugas ni su edad, y mucho menos que por dentro estaba defectuosa como la Torre de Pisa que poco a poco acabaría por derrumbarse. Retrocedió varios pasos. Pensó en Italia. Ese año quería viajar allí, como todos los años desde que vio el primer documental de ese país, pero al final nunca compraba el billete de avión. Retomó el camino hacia la consulta, después de todo, si existían las segundas oportunidades, quizá, algún día la tocará a ella.
-Hoy te veo con mejor cara –advirtió Anselmo nada más verla.
-Gracias –dijo sintiendo el calor en sus mejillas y una presión en pecho que la impedía respirar.
-Siéntate, ¿estás más tranquila?
-No es fácil recordar y mucho menos ponerlo en palabras.
-Debes confiar en mí y ser sincera para que pueda ayudarte a encontrar una solución –dijo otra vez con el triángulo de sus manos apuntando a Tina-. Además, te expresas muy bien.
Ella asintió tratando de poner en orden las ideas y decidió contar lo que la atormentaría a corto plazo.


Continuará...


Nota: derechos de autor debidamente registrados.

miércoles, 17 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte II)




Él era seguidor de los combates de boxeo que televisaban -continuó narrando Tina-, así que, cuando me pegaba decía en tono jocoso que yo era un esparrin pésimo, pero que como no tenía otro seguiría entrenando conmigo hasta que fuera una buena esposa. No obstante, por la mañana se disculpaba y besaba los moratones mientras lloraba como si fuera un niño, así que ambos nos perdonábamos y prometíamos no volver a cometer nuestras faltas. Vivíamos en este pueblo donde, por aquella época era la mitad de pequeño y, todos los vecinos nos conocíamos o éramos familia. Tanto mis padres, como los suyos, no veían bien que me pegara, pero… ¿cómo vas a separarte?, decían cuando traían comida a casa porque yo no podía salir con el ojo morado, el labio partido o la sombra de los dedos de Gregorio ajustados a mi cuello como si fueran una gargantilla. Tengo un hermano soltero que vivía en el extranjero y viajaba de un lado para otro, y no conocía la situación. Gregorio era hijo único y poco a poco fue separándome de mis amistades. Lo único que me quedaba era la resignación. ¿Qué otra cosa podía hacer? Viví creyendo que yo no valía nada, sólo era una mujer, mi deber consistía en no provocarle y ser un ama de casa que disfrutaba complaciendo a su marido.
-Nunca pensaste en abandonarle –interrumpió el doctor.
-Todas las mañanas, cuando él se marchaba a trabajar, yo hacía las maletas y le daba vueltas a la cabeza: dónde voy, qué haré, rumiaba con la mano agarrando el picaporte de la puerta, ya no llego a coger el autobús de las diez; qué pensarán mis padres, qué dirán los vecinos, pensaba mirando por la ventana a la gente que pasaba por allí, ya no llego al de las once; qué vergüenza, ¿y si me encuentra?, temblaba sentada en el suelo; ya no llego al bus de las doce, tampoco es tan malo, ayer lloró mientras suplicaba que le perdonara después de abofetearme, sollozaba tumbada en posición fetal –Tina no pudo contener la emoción y las lágrimas escaparon a su control. Ella no quería sentir nada, era mayor para reponerse, pero joven para morir, aunque, esto último lo deseara.
-Comprendo que en aquella época las mujeres tenían pocas opciones –dijo el doctor cuando ella estuvo más calmada.
-Ahora no ha mejorado mucho la situación. Con todos los progresos informáticos, científicos, tecnológicos y demás, no entiendo por qué los jueces o el resto de autoridades no ha logrado frenar esta barbarie en pleno siglo XXII, donde todos presumimos de tener derechos constitucionales y libertad de expresión, todos estamos en la onda si reciclamos o donamos dinero a ONGs y cuando en las noticias aparece otra mujer asesinada a manos de su pareja nos lamentamos antes de cambiar el canal. Yo misma negué mi condición de mujer maltratada. El problema es que aún hoy las mujeres siguen con miedo. Denuncian a sus agresores y qué pasa. Poco la verdad, muchas vuelven con ellos, porque ya tienen la personalidad minada. Las que siguen adelante viven con miedo el resto de sus días y mientras a ellos les regalan órdenes de alejamiento y estancias en la cárcel con todos los gastos pagados, pero permanecen al acecho, se limpian el culo con el papel firmado por el juez o traman su venganza durante esas vacaciones. Las mujeres siguen muriendo y siempre es la misma historia.
-Peor sería quedarse parados.
-Supongo. Yo nunca di el paso y quizá siga viva gracias a eso o tal vez hubiera salido bien, nunca lo sabré.
-¿Qué harías si fueras ahora veinte años más joven y él te siguiera maltratando?
-Huiría a Roma, Florencia, Venecia… los documentales de Italia son los que más me gustan –dijo con la ilusión brillando en sus ojos-. Pero siendo realistas creo que lo atiborraría a alcohol para que le matara una cirrosis.
-Menudo contraste de opiniones –dijo meditando en las palabras de Tina.
-Han acabado los quince minutos –dijo mirando su reloj de pulsera a la vez que se levantaba-. D. Anselmo, como no querrá escuchar más penurias…
-Nos vemos la semana que viene. Yo mismo te telefonearé para concretar la cita –intervino dejando a Tina boquiabierta. Extendió la receta y ella la cogió con recelo.
Se despidieron sin que Tina supiera cómo explicar al médico que no quería seguir con aquello y pensó que Anselmo lo olvidaría.
¿Cómo si no tuviera otra cosa mejor que hacer que escuchar las penurias de una cincuentona? –pensó Tina.


Continuará...


Nota: derechos de autor debidamente registrados.

lunes, 15 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte I)

Esta relato largo, que voy a publicar en varias partes, lo escribí hace más de un año y que modifiqué hace poco. Trata sobre los malos tratos y se lo dedico a todas "ellas" que aunque no lo crean son unas luchadoras y llevan el valor pintado en la cara.



La tortura del fantasma


Se preguntaba qué sentiría con el aire azotando su rostro al caer desde esa altura. Vivía sola en el séptimo piso de un bloque tan deteriorado como ella. Salió al balcón para disfrutar de la mañana. Era una de las primaveras más hermosas que recordaba, con el césped como un manto, la intensidad del olor de la primavera encogía su corazón y los colores de las flores parecían las pinceladas de un cuadro de Monet, pero su abatimiento no remitía.

-Las depresiones se agravan en primera y en otoño –dijo el nuevo médico unas semanas antes, mientras garabateaba la firma en la receta su medicamento habitual-. Y las medicinas no son la única cura. Debes hablar con un psicólogo.
-Ya lo hice, pero no resultó –dijo impasible.
El doctor, que la estudiaba con la receta a punto de dársela, frunció el ceño en un gesto reflexivo.
Ella enrojeció al sentirse atraída por alguien más joven. Él era como los hombres que describen las novelas rosas que Tina tanto odiaba por llenar las cabezas de fantasías irrealizables.
-Haremos un trato. Vendrás todas las semanas y me contarás algo sobre tu vida. Quiero que te desahogues, que me expliques tus preocupaciones. No es bueno guardar los problemas para uno mismo. Quizá pueda ayudarte a verlos desde otra perspectiva más optimista –convino él. Apoyó los codos en la mesa y juntó las manos en forma de triángulo a la altura de su barbilla.
-No hace falta –insistió al pensar que aquel triángulo era el objetivo de una cámara por el cual sus sentimientos quedarían al descubierto como si tuvieran rayos equis.
-No es discutible Agustina, si quieres tus medinas tendrás que ganártelas. Dispongo de quince minutos antes del próximo paciente –sentenció acomodándose en su sillón mientras miraba el reloj de la muñeca sin separar las manos.
Tina pensó en inventarse cualquier excusa para posponer el análisis psicológico. Quizá podría cambiar de médico y evitar narrar su penosa vida, pero…
-Empezaré por mi nombre. Es horroroso y siempre se han burlado de mí por él, hasta que conseguí que me llamaran Tina –repuso malhumorada.
-Te llamaré Tina –aseguró riendo.
Tina se quedó embobada con la sencillez de aquella sonrisa. A la mayoría de la gente no le suponía ningún esfuerzo reírse, pero ella no lo hacía de forma natural y tampoco recordaba cuándo fue la última vez que se sintió jubilosa.
-Conocí a Gregorio un año antes de casarnos. Él era un hombre sin estudios, de costumbres anticuadas, le gustaba cazar y solía vestir pantalones de pana, camisa de franela a cuadros y botas de campo, además, me recordaba a un oso, tanto por el tamaño de su cuerpo como por el vello que cubría cada centímetro de su piel. La boda fue precipitada, pero estaba enamorada de un hombre que vivía pendiente de mí y no supe ver más allá de mis narices. Yo me sentía como si fuera el centro de su universo y la posesión más preciada que él tenía. En aquella época en seguida tenías hijos, pero al parecer yo era estéril, aunque no nos hicimos ninguna prueba, ya que se daba por hecho que eran las mujeres quienes no valían. Cada día me sentía más culpable por no darle un hijo a Gregorio y él ahoga sus penas con el alcohol. En los primeros meses de casados fue cuando empecé a conocerle. Al principio eran interrogatorios inocentes: ¿Dónde has estado? ¿Qué hacías hablando con el vecino? ¿Por qué tardas tanto en volver de la compra? Luego fueron las sugerencias: esa falda es demasiado corta, cuando te maquillas pareces una fulana, no me gusta que salgas con tus amigas… Yo, como era joven, procuraba amoldarme a sus gustos por complacerle. Un día llegué a casa más tarde que él. Yo venía de visitar a mis padres, pero creyó que tenía un amante. Ese día las palabras dieron paso a los golpes. Todavía recuerdo aquella noche como si hubiera sucedido ayer, pero prefiero no hablar de ella –dijo inmersa en sus recuerdos y el médico asintió.


Continuará...


Nota: derechos de autor debidamente registrados.

lunes, 18 de julio de 2011

La pérdida de María (Final)

Con la oscuridad llegaron los ruidos de animales nocturnos, todo se vistió de un negro inanimado que, a la vez, parecía tener vida propia y formas siniestras. El aire aullaba a través de los árboles con un quejido que le cortó la respiración. En un arrebato quiso correr, como lo hacía cuando corría detrás de sus hijos. Corrió, o lo más parecido que podía hacer, resbaló al pisar algo y se cayó. Rodó durante lo que parecía una eternidad, hasta que se detuvo. Estaba tendida sobre un costado.
Ovilló su cuerpo escondiendo la cabeza entre sus manos. Profirió unos lamentos pero sin articular ninguna palabra o silaba. Suspiró, trató de levantarse, gritó, deliró un rato, lloró y se compadeció por su situación. Quedó tumbada de costado sin poder moverse, jadeando hasta que suspiró rindiéndose.
Al final, no había logrado encontrarlo.
-¿Encontrar el qué? –se preguntó-. Esa cosita tan hermosa, de bonitos colores –se respondió-. ¿Cómo se llama eso? Rodrigo, se ha pinchado la rueda. Sigue tú a mi padre. No puedo ver nada. Los niños han apagado la luz –continuó delirando hasta que cerró los ojos.
Los ruidos nocturnos, que antes la asustaban, ahora la arrullaban con su cantinela rítmica. Nada importaba ya.
Y después… el vacío.
La despertó el trinar de los pájaros. La luz del alba hizo que se cubriera los ojos, pero al moverse el dolor la recorrió como un relámpago. Decidió quedarse muy quieta para que remitiese. Volvió a abrir los ojos y miró en rededor. Parecía estar debajo de un arbusto, que la cubría casi por completo.
Las rayos del Sol se filtraban entre la hojarasca. Trató de oír voces que la llamaran, pero solamente escuchó el ruido de su estómago. El dolor ocupaba la mayor parte de sus pensamientos. Sus dientes castañeaban bajo sus labios amoratados. El arbusto se difuminó convirtiéndose en un borrón con destellos que la cegaban. Entornó los ojos sintiendo que los parpados tenían voluntad propia y pesaban más que su ganas de vivir. 
El vacío regresó.
La despertó un traqueteo. Estaba tumbada boca arriba sobre algo duro. Oyó voces de hombres que hablaban, pero ninguna le era familiar. Entreabrió los ojos y vio las copas de los árboles contra el cielo matutino. Desde allí tumbada veía a cuatro hombres portándola a alguna parte. La cubría una especie de papel de brillante, que la deslumbraba cuando reflejaba el Sol, pero no podía mover sus manos para protegerse de la luz.
-¿Dónde está mi marido, Rodrigo? –susurró con voz gutural.
Los cuatro hombres la miraron con una sonrisa en los labios.
-Tranquila, María soy médico –dijo un quinto hombre que apareció de la nada haciendo preguntas que ella no deseaba contestar- ¿Recuerdas lo que sucedió? –Ella negó-. Se pinchó la rueda del coche y tu marido no tenía repuesto. Tuvo que dejarte en el coche para ir al pueblo. Cuando regresó ya no estabas.
-¿Y mis padres? Estarán preocupados –balbuceó.
-Tus padres fallecieron hace muchos años –razonó el hombre.
-¡María, María! –Escuchó la llamada de un hombre-. ¿Cómo está?
-Tranquilo, se pondrá bien. Vamos a llevarla al hospital –aclaró el médico.
-María, cariño, ¿cómo te encuentras? –preguntó un anciano que se acercaba por el otro lado. En su rostro podían verse los años reflejados, que habían dejado sus muescas a modo de arrugas. El llanto enturbiaba los ojos verdosos del hombre.
-¿Dónde está mi marido? –le preguntó al anciano.
-María, ¿no lo reconoce? –preguntó el médico.
Ella negó con la cabeza.
El anciano escondió el rostro entre sus rudas manos. Sus labios se contrajeron en un rictus para ahogar un alarido.
-No se preocupe, esta enfermedad es así –lo consoló el médico.
-Es la primera vez que no me reconoce –balbuceó el anciano.

PD: Dedicado a todos los enfermos de alzheimer y a sus familiares.

Nota: Derechos de autor debidamente registrados.

martes, 12 de julio de 2011

La pérdida de María



El sol se había ocultado trayendo consigo la noche como un manto negro, sin Luna ni estrellas. El miedo atenazaba sus sentidos. Tenía sed y podía oír el borboteo del agua.
“No salgas del automóvil. Voy a buscar ayuda en el pueblo”, había dicho su marido señalando un campanario que despuntaba entre los abetos.
¿Dónde iba a ir ella si sus piernas ya no le respondían como cuando era joven?
Desde el automóvil distinguió a un pavo real que estaba entre la maleza y los troncos de los abetos. Ilusionada, decidió acercarse para verlo mejor. Con un poco de suerte podría ver su cola abierta en todo su esplendor.
Descendió por la cuneta despacio. Evitando tropezar. Anduvo lentamente para no espantar al pavo. Ya estaba muy cerca del animal.
Sintió el crujido de una rama bajo sus pies. Observó la rama partida y al levantar la mirada para buscar al pavo descubrió que éste ya no estaba.
Anduvo zigzagueando sin rumbo mientras lloraba.
Cuando, por fin, estuvo más calmada se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Giró sus manos observándolas. ¿Tan mayor era como para tener esas manos arrugadas, surcadas por unas venas que sobresalían de su piel moteada?
Decidió buscar el automóvil, pero desde su posición no vio el camino de tierra. Anduvo un trecho con sumo cuidado, apoyándose en los troncos, afianzando cada paso para no caerse. Cansada por el esfuerzo, y habiendo encontrado una piedra alta, decidió sentarse para recuperar el aliento.
En la oscuridad que la engullía, recordó que esa mañana el paseo había durado muy poco y casi ni se acordaba por dónde había caminado, o con quién. Incluso dudó haber paseado. En cualquier caso, con sus piernas no habría llegado muy lejos. Pensándolo mejor, sí que había llegado lejos, tan lejos que se había perdido en algún lugar lejano. ¿Dónde estaría su marido? ¿Por qué no la buscaba?
A su mente acudió el vago recuerdo de una rueda pinchada y a su padre alejándose apresuradamente por el camino. Ella no podía caminar como él, ¡ojalá pudiese correr!
Sentada en la piedra observó que anochecía y, después de recuperar las fuerzas, decidió reanudar la marcha. Tras andar un trecho no encontró el camino. Su mirada se colmó de lágrimas que desbordaron por sus mejillas sonrosadas. Gimoteó a ratos mientras trastabillaba con las piedras del terreno. Su mirada ingenua la convertían en una niña desvalida y abandonada en medio de algún lugar recóndito y olvidado de su memoria. Continuaba lloriqueando cuando tropezó y cayó de bruces magullándose las rodillas y las manos.
-¡Mamá, mamá, me duele! –gimoteó con voz trémula.
Pero su madre no acudiría a socorrerla.
Su corpulencia le dificultaba la respiración. Se esforzó hasta incorporarse. Se puso a cuatro patas y gateó, clavándose las piedras, hasta llegar al tronco de un olmo, donde pudo apoyarse y levantarse no sin dificultad. Se sacudió las hojas y la tierra adherida a la ropa y las manos. Volvió a caminar por inercia, porque debía encontrar… ¿el qué? Tenía la esperanza de ver algo hermoso.
Lloraba a cada paso, buscaba sin encontrar a cada paso, deliraba a cada paso… y cada paso la torturaba.


Nota: derechos de autor debidamente reservados.

miércoles, 29 de junio de 2011

Esperando mi dosis




Sabía que el viaje era largo, pero hacía una hora me había telefoneado para decirme que le quedaban cuarenta y cinco minutos para llegar. Así que me dispuse a preparar el terreno.
Llené la bañera con espuma y sales perfumadas a jazmín, su flor favorita. Quería que, nada más entrar por la puerta, sus sentidos se pusieran a funcionar a mil por hora, llevaba mucho tiempo esperando aquel momento y no quería que nada fallara.
De buena gana me hubiera puesto un camisón, pero tampoco quería parecer desesperada, aunque por dentro estuviera derritiéndome como la mantequilla al sol, y mi sol era él junto con su recuerdo y las ganas de tenerlo a mi lado. Con los años se había convertido en una droga para mí y tenía que convivir con el mono la mayor parte del tiempo. Pablo era un espíritu libre, con una rebeldía capaz de desquiciar al alma más pura y su osadía traspasaba límites insospechados.
-Necesitas un hombre que sea constante, que te haga feliz, quieres un hogar con hijos y un perro –recordé sus palabras la primera vez que estuvimos saliendo. La relación duró cuatro años, el máximo que él ha estado con una mujer y me hizo ver que nuestras vidas llevaban caminos separados. Sin embargo, no pudimos dejar de amarnos y desde la ruptura, por muchas mujeres que pasaran, él volvía a buscarme. Por mi parte, ningún hombre consiguió borrarlo de mi mente y mis sueños.
Durante muchos años Pablo fue una constante invariable en mi vida. De vez en cuando me llamaba cuando quería verme y yo hacía lo mismo, pero desde que yo estaba saliendo con Jorge, no le había llamado nunca aunque esperaba con fervor oír la voz de Pablo para decir que necesitaba estar conmigo.
Esa llamada la había recibido una semana antes. Mi corazón estalló más fuerte que una bomba de relojería cuando oí su voz y desde ese día sonaba como el tic tac de una cuenta atrás. Mis extremidades temblaban, me mordía los labios inconscientemente si pensaba en él y mis ojos se perdían en rememorar cada rincón de su cuerpo.
Escuché el rugido de una moto y conocía muy bien ese rugido que anunciaba la llegada Pablo, aflojó la marcha hasta que solo escuché un ronroneo que me hizo estremecer. Un cosquilleo recorrió mi interior hasta acabar concentrado como una algarabía de quinceañeras.
Oí el toque de sus nudillos en la puerta. Me quedé al otro lado, hice tiempo mientras me consumía por dentro. Escuché la segunda llamada y seguí quieta, concentrándome en respirar de forma relajada, aunque de súbito la temperatura de mi cuerpo había subido y me tenía asfixiada. La tercera llamada de sus nudillos, cada vez más acelerados, me hizo reaccionar. Abrí la puerta y ahí estaba, de pie con la chupa de cuero desgastada en algunas zonas, con unos vaqueros y una camiseta cualquiera. Su pelo en los últimos meses se había cubierto de canas, si es que eso era posible, y sus ojos de perro viejo mostraba una ternura que solo era comparable a la lujuria con la me miraba el escote.
-Perfecto –pensé-, este escote en pico con encaje nunca falla, al menos no he tirado el dinero al comprarme este vestido.
Su sonrisa retorcida me dejó sin aire y cuando me miró a los ojos suspiró avanzando hacia mí. Di unos pasos atrás, entró rozando mis pechos con la cremallera de su chupa y con su espalda pegada al marco de la puerta. Nuestros ojos estaban enzarzados y mis labios respondieron a su sonrisa.
-Lástima que tenga que acabar en la basura –dijo con su voz vibrando en el recibidor.
-¿El qué?
-Este vestido –dijo cogiendo con la suavidad de sus dedos el tirante y acariciando mi hombro. Cogió el otro tirante y los bajó a la vez, bajó al filo del escote y mis pechos que se erizaron en el acto.
Me creí desfallecer cuando me besó el hombro y subió por el cuello. Cerré los ojos. Sentí que sus brazos rodearon mi cintura evitando que me callera. Le rodeé el cuello con mis brazos que no querían dejarlo marchar nunca más. Oí cómo se cerraba la puerta. Quería alargar el momento, retenerlo el mayor tiempo posible. Jorge había salido de viaje de negocios durante tres días, así que no había prisa.
-La cena está en la mesa –murmuré sintiendo que sus labios se impacientaban-, se va a enfriar.
-Pues yo la noto caliente –susurró en mi oído mientras su mano se deslizaba por mi trasero y lo palpaba-, está en su punto idóneo –su otra mano acarició mi cadera y bajó hasta el final la falda, volvió a subir entre mis muslos. Sus dedos abrieron la fruta de la pasión que palpitaba de júbilo. Recorrió cada pliegue y hendidura de aquel majar que se sorprendía de cuánto le había añorado-, y se me hace la boca agua al recordar el sabor de este aperitivo.
Mis labios buscaron con urgencia los suyos y ya nada importó más. Esos tres días fueron la mejor recompensa por los últimos meses de espera. Disfrutamos retozando en cualquier lugar de la casa y a cualquier hora. Me despertaba en mitad de la noche con la firmeza de su sexo contra mi nalga. No usamos ropa ni para cocinar y la mejor superficie donde comíamos eran nuestros cuerpos.
Me dejó en la cama, dormida y se marchó con el sigilo de un gato. Sentí como si me dieran una patada en el estómago y supe que tenía un problema serio con las drogas, con mi droga personal… El mayor problema es que yo era feliz teniendo mi dosis cada equis tiempo y en ningún momento pensé en desengancharme.

martes, 21 de junio de 2011

La casa del hayedo (Final)


Me levanté. La luz del alba entraba por todos los ventanillos disolviendo la oscuridad. Salí por donde había entrado. Miré alrededor, antes de levantarme entre la maleza, por si él me veía. Atravesé corriendo el prado y el hayedo. Regresé al pueblo casi sin detenerme.
Al girar la esquina de mi casa choqué contra un hombre. Me caí de espaldas.
-¡Teresa! –gritó Martín agachándose para ayudarme -. Jorge está preocupado, íbamos a buscarte. Estás herida –dijo tocándome la herida.
Gemí de dolor. Sus dedos se mancharon de sangre.
-He encontrado a Eneri –dije entre jadeos. Martín escudriñó en mis ojos-. Está en la casa del hayedo. Tiene la pierna rota y no puede moverse.
-¿Está viva? –se asombró.
-Sí.                         
-Tranquila, dime dónde está exactamente.
-En el sótano, debajo de la escalera. No se lo digas a Pablo. Su silbido, era su silbido –repetí una y otra vez.
Luego recuerdo que Jorge me acariciaba mientras un médico me atendía. Oía preguntas que no sabía responder. Caminaban alrededor y yo tenía una taza de caldo entre mis manos que no llegué a probar, sólo pude tomar un baño con agua caliente e irme a la cama, donde el sueño me venció.
Desperté más tarde, al oír la voz de Martín en el pasillo.
-Al parecer, Pablo inventaba todas esas historias para que nadie se acercase por allí y poder esconder su arsenal –podía escuchar la explicación de Martín desde mi cama-. Había levantado un muro en el sótano sin puerta, dejándolo igual que el resto de las paredes, para ocultar la habitación donde lo tenía todo. Accedía por un ventanillo cegado con un tablero. Recuerdo cuando me contó que había cubierto ese ventanillo para que no se cayese nadie.
-¿Qué guardaba allí? –quiso saber Pedro.
-Ha confesado que organizaba cacerías ilegales de animales protegidos, los disecaba y entregaba los trofeos al cazador. Allí lo guardaba todo.
-¿Por qué cuando se organizó la batida en la casa no se encontró a Eneri? –volvió a preguntar Jorge.
-Pablo organizó esa batida. Ninguno de los hombres que lo acompañaron quiso entrar –aclaró Martín.
Me levanté de un salto y salí al pasillo.
-¿Te encuentras mejor? Has estado toda la mañana delirando –dijo Pedro sujetando mi cara entre sus manos.
-¿Cómo está Eneri? –miré por encima de mi marido a Martín.
-Está muerta –musitó Pedro abrazándome.
-Debí buscar ayuda cuando la encontré, ahora estaría viva. 
-Teresa, eso es imposible. Eneri llevaba muerta desde su desaparición. Pablo ha confesado que la mató tan pronto ella descubrió sus manejos –aseguró Martín.
-¡Hablé con ella! –me zafé de los brazos que me retenían. Increpé a Martín golpeándolo en el pecho-. ¡Le tomé el pulso, oí su corazón, la arropé durante toda la noche…!

Nota: derechos de autor reservados.

lunes, 13 de junio de 2011

La casa del Hayedo (Parte III)


Iluminé alrededor. Había muchos utensilios, casi todo tinajas de barro, barriles de madera, muebles y sillas rotas, barras de hierro oxidado y tablones, apilados contra una pared. El resto, herramientas, colchones, aparejos del jardín y demás trastos, se mezclaban por doquier. El suelo era de cemento, del techo colgaban ganchos de carnicero, algunas cuerdas y una bombilla rota sujeta a un cable. Iluminé un rincón donde, escondida por un muro de ladrillo, había una escalera que subía. Al aproximarme, descubrí que la mayoría de los peldaños de madera estaban partidos y que al final había una trampilla cerrada. Desde arriba yo la había pasado por alto.
Cuando ya me había dado por vencida algo, debajo de la escalera, captó mi atención.
-¡Eneri! –Grité lanzándome a socorrerla- ¡Despierta! –la zarandeé sin obtener respuesta. Su cuerpo yacía en el suelo. El pelo se asemejaba a las zarzas del prado, el rostro y sus ropas estaban manchados de tierra, además su pierna descansaba en una postura forzada.
-Todavía tiene pulso –pensé tocando su muñeca fría-. Te pondré mi cazadora. ¡Aguanta, por favor! –supliqué.
Continué con aquel monólogo. Tenía la esperanza que se despertara. Después de acomodarla me dispuse a salir de allí para buscar ayuda, pero la noche había caído. No me podía marchar y perderme en el hayedo justo cuando la había encontrado. Regresé junto a Eneri. Comprobé una vez más su pulso y escuché el latido tenue de su corazón. Me acurruqué a su lado para darle calor. Apagué la linterna.
Dormité a ratos durante la noche. Cuando me despertaba encendía la linterna para comprobar que Eneri continuaba estable, hasta que me pudo el cansancio.
Entre sueños oí un silbido lejano.
-Ya está aquí –gritó de pronto Eneri-. Vete, corre hasta tu casa o te hará daño como a mí.
-No pienso dejarte aquí –aseguré.
-Tengo la pierna rota –dijo-. ¡Huye!
Tenía razón, yo sola no podía sacarla de ese lugar.
-Volveré.

Continuará...

Nota: registrado en la Propiedad de la Inteligencia.

viernes, 10 de junio de 2011

Tentación


Yo soy la que estimula a tus instintos.
Encaje sobresaliendo de la blusa, piernas largas bajo una falda de tubo que enmarca las caderas y el glúteo, las manos danzarinas como bailarinas, ojos con vida propia, labios que con pocas palabras te dicen todo lo que deseas oír, cuello desnudo que no impide tu avance, la bondad de mis senos abarca tu hombría, mi vientre anhela el contacto del tuyo y la fuente de mis secretos más oscuros espera por ti.
Me miras de soslayo. Tratas de ignorarme, pero no puedes, sabes que acabarás en mis garras. Entraré en tu vida desde dentro, desquebrajando tu voluntad, volviéndote loco de deseo, nublando tu conciencia y haciéndote mi esclavo.
Cada vez me acerco más y tú mente dice que huyas, pero tus pies no responden. Te quedas mirándome. Mis movimientos de pantera te tienen preso y notas que la tensión crece entre tus piernas.
Te falta el aire y sientes que la cabeza está a punto de estallar. Durante un segundo piensas en ella, sabes que tu mujer espera con la mesa puesta y la comida enfriándose en la cacerola, pero cuando susurro en tu oído dejas la mente en blanco. Nada importa más que nosotros.
Nuestra relación es especial, lo sabes y cada vez luchas menos. Te rindes a mis encantos desenfrenados hasta perder el norte y el sur, la cordura y moralidad.
Ya no hay vuelta atrás y lo sabes. Te entregas al deseo, a la pasión del momento, a la lujuria desmedida hasta sentir que tu alma te abandona cuando llega el clímax y crees tocar el cielo. Entonces robo tu ente al vuelo y la hago presa una vez más. La guardo en una caja para jugar con ella siempre que esté hastiada de tu recato.
Yo estoy grabada en cada mujer que posees. Yo te libero de las ataduras morales para hacer que goces. Yo me llamo Tentación.

Nota: derechos de autor reservados.

lunes, 6 de junio de 2011

La casa del Hayedo (Parte II)


Eneri fue a la casa del hayedo y yo debí superar mis temores para ir a buscarla. Anduve toda la tarde por el antiguo sendero, que en esta época del año se cubría con un manto de hojas en tonos amarillos, ocres y verdes. Había árboles centenarios de ramas desnudas que parecían garras y podía oírse el borboteo del agua y el trinar de los pájaros. Al final llegué al prado en cuyo centro se alzaba la casa.
En el prado los rosales se confundían con las zarzas, la maleza poblaba el terreno. El camino de piedra, que llegaba hasta la puerta principal, estaba resbaladizo por el musgo y la yedra engullía la mitad de la casa. Los muros que no estaban ocultos se desconchaban dejando ver el ladrillo. La falta de tejas dejaba al descubierto las vigas de madera, parecidas a una herida abierta.
Empujé con todas mis fuerzas la puerta principal. Anunció mi llegada con un quejido que retumbó en el vestíbulo.
Me envolvió un olor nauseabundo y me tapé la nariz. Los escasos muebles estaban cubiertos de polvo y telas de araña, al igual que las lámparas. Los suelos tenían una capa de polvo, tierra en la que se marcaban mis pisadas.
Giré observando en rededor mis huellas y otras más grandes, pero ninguna como las que Eneri habría dejado.
Una corriente de aire me hizo estremecer y cerré la cremallera de mi cazadora. Registré una por una todas las estancias de la planta, embargándome una sensación de pérdida. El salón, un despacho con librerías desiertas, un dormitorio cuyo dosel de la cama lo componían unas telas de araña intactas. En la cocina el hedor se acentuó y el grifo goteaba, el comedor tenía las cortinas raídas…
Mi incursión me llevó al pié de la escalera. Subí los peldaños, que crujían bajo mis pies, mientras estudiaba los techos desconchados y mohosos. Al llegar arriba, vi que del distribuidor salían dos pasillos que parecían estrecharse hasta perderse en la oscuridad. Apenas se filtraba la luz del crepúsculo a través de los cristales rotos de las ventanas. Palpé los bolsillos de mi cazadora y noté el bulto de la linterna que había cogido antes de salir de casa.
Recorrí el pasillo de la derecha buscando cualquier pista que me indicase que allí había estado Eneri. En cada habitación el aire estaba cada vez más cargado y húmedo. Sentía como si una fuerza invisible me asfixiara. Recorrí el pasillo izquierdo más deprisa. El sudor bañaba mi rostro, pero notaba frío y la cabeza me daba vueltas.
Eneri no estaba en la casa.
Bajé las escaleras corriendo. Atravesé el recibidor hasta salir al prado. Me derrumbé sobre la hierba y las hojas secas amortiguaron mi caída. Me costaba respirar y los hayedos se distorsionaron. Cerré los ojos con fuerza tratando de calmarme.
-¿Dónde estás? –sollocé.
Al cabo de un rato me incorporé. Debía regresar a casa antes que anocheciese.
Alcé la vista hacía la casa estudiando su estructura cuadrada. En ese momento me percaté de unos ventanillos cerca del suelo ocultos por la maleza.
Me aproximé de rodillas al más cercano para descubrir qué había allí, pero los cristales estaban cubiertos de mugre. Con la manga de mi cazadora limpié la superficie sin éxito, pues casi toda la suciedad se acumulaba en la parte interna. Me levanté. Examiné los demás ventanillos sin resultado, aunque noté que uno de ellos estaba tapado por un tablón.
En mi desesperación busqué una piedra, la arrojé contra uno de los ventanillos, que se fragmentó. Cogí otra piedra. Rompí los cristales del marco, que habían quedado de punta como cuchillos. Saqué la linterna del bolsillo y la sujeté encendida en la boca. Me senté pasando los pies a través del ventanillo.
-¡Ah! –me corté en el muslo. No me detuve.
Tenía las piernas colgando. Me giré para deslizarme. Contuve el aliento mientras me agarraba al alfeizar. Estaba colgando. Hasta ese momento no había pensado en la distancia que me separaba del suelo. La caída podría ser considerable. Inspiré una bocanada de aire para armarme de valor. El hedor me sorprendió. Me solté sin vacilar. No hubo caída. Di un paso atrás para comprobar que el ventanillo quedaba a mi al alcance para salir de allí.
Miré la herida del muslo, que sangraba. No era muy profunda y no tenía tiempo de detenerme con aquella nimiedad.

Continuará...
Nota: derechos de autor reservados.

miércoles, 1 de junio de 2011

La casa del hayedo (Parte I)


 Eneri, mi mejor amiga, había desaparecido una semana atrás. Estaba soltera y vivía sola. Yo fui quien notó su ausencia.
Lo primero que se barajó fue un accidente por los aledaños. Se habían organizado batidas para buscar en montes, arroyos, terraplenes…
 No quedó un metro cuadrado sin mirar. Investigaron la posibilidad que hubiese marchado sin avisar, pero se descartó. Tampoco tenía enemigos. Yo propuse inspeccionar la casa del hayedo. Aunque al principio no consideraron mi idea, acabaron ampliando la búsqueda a ese lugar, pero tampoco hallaron nada.
 Los lugareños conocían la existencia del prado, cruzado por un arroyo, y de la casa abandonada que allí había, pero no se acercaban a esa zona. Los adultos contaban fábulas, para atemorizar a los niños, sobre fantasmas y espíritus malignos que moraban en la casa. A todas esas fábulas yo añadía los misteriosos hallazgos que Pablo, el guarda forestal, describía a mi marido y al sargento de la guardia civil a modo de confesión. Aunque esas historias acaban en boca de todos: el aire del prado que dificultaba la respiración, la ausencia de animales, el crecimiento de una baya venenosa que no corresponde a este hábitat, el viento que parecía gritar…
 Días antes de la desaparición de Eneri escuché a hurtadillas la siguiente conversación:
 -¿Has vuelto a encontrar más animales muertos? –preguntaba Jorge, mi esposo.
 -Sí y puedo asegurar que a esos jabalís y ciervos no los ha matado un animal o una persona –dijo Pablo.  Ambos estaban de pie con Martín, el sargento de la guardia civil, en la cocina de mi casa, bebiendo cerveza y limpiando las escopetas tras un día de caza.
  -¿Cómo estás tan seguro? –le respondía el sargento.
  -Porque sólo les falta la cabeza. No tiene sentido que un animal sólo decapite a su presa. Por otro lado, una persona no tiene la fuerza suficiente para arrancar la cabeza a un animal sin emplear un instrumento, quizás a un pájaro sí, pero ni siquiera a un conejo. Además, he acampado toda esta semana en el linde del prado, tras unos matorrales para ocultarme. Antes de retirarme a la tienda he dado una vuelta por el prado sin encontrar el rastro de ningún animal vivo ni muerto y por la mañana había varios animales decapitados. Hace una semana encontré un lince y está protegido –explicó.
 -Pueden haberlos matado mientras dormías –dedujo Jorge.
 -Es muy difícil cazar de noche, por no contar con el ruido que haría. Además aguanté varias noches en vela, observando con unas gafas de visión nocturna y no vi nada. Y por la mañana había animales muertos –su relato se convirtió en un murmullo.
 -No creerás las mentiras que se cuentan de la casa del hayedo –bromeó Martín.
 -¡Vamos Pablo, que los fantasmas no existen! –prorrumpió en carcajadas Jorge.
 -Ya lo sé –Pablo simuló tranquilidad dando un trago a su cerveza-, pero no me negaréis que es un caso escalofriante.
 Ahora lamento haber referido esa conversación a Eneri. Ella insistió en ir al prado a comprobar qué había de cierto en el misterio de los animales decapitados. Quiso que la acompañase, pero no logró convencerme. Yo apenas dormía desde que había oído aquella historia.
 -Teresa, son bobadas y exageraciones –me dijo ella.
 -Por nada del mundo iría a ese lugar –aseguré.
  No insistió. Sus ojos marrones rezumaban astucia, lo que acentuaba sus rasgos afilados y su nariz aguileña, mientras acariciaba su melena con una risa sorda. Yo sabía lo que estaba tramando.

Continuará...

Nota: registrados los derechos de autor.

domingo, 8 de mayo de 2011

Libre



En mi mundo puedo ser lo que yo anhele.

Quiero ser viento frío e intempestivo. Moverme a mi antojo volando a través de verdes montañas, inhóspitos parajes llenos de magia y encanto… Mover nubes, moldeándolas con formas. Provocar tormentas y huracanes. Puedo ser destructiva. Hallar la misma fuerza del viento para arrasar mi vida y cambiar lo que está mal en ella.

Quiero ser aire. El mismo aire que acaricia tu piel al sol y que juega a alborotar tus rizos. Llevar a tu olfato aromas olvidados. Hacer que se erice tu piel con la brisa del mar.

Quiero ser tierra. Elevar montañas, provocar terremotos y sacudidas en mi vida. Escupir la lava de mi interior que abrase mis entrañas y me haga temblar. Ser tierra acogedora y productiva donde pacer. Cubrirme con prados de hierba salpicados de flores, recorrida por ríos y lagos.

Quiero ser agua. Refrescar los sentidos. Inundar tus emociones. Ser maremoto. Ser la gota que colma tu boca y se desborda deslizándose por tu cuello hasta perderse en tu pecho. Caer en forma de lluvia hasta calar en lo más profundo del alma. Puedo ser lluvia torrencial que desborda ríos, arrastrando la inocencia de mi juventud.  Bébete hasta la última gota de mis quimeras y sáciate con ellas. Ser voluble y adaptable a cualquier envase para que puedas conservarme.

Quiero ser sol. Estimular el crecimiento de las flores en primavera. Iluminar tu camino para que no tropieces con los baches. Calentar tu cuerpo al reposar en la arena de la playa. Irradiar esperanza a todos los que perdieron la fe en esta vida, otorgándolos fuerza paras seguir adelante.

Quiero ser nieve. Manto gélido de blancura inigualable. Cubrir las cosas más grotescas transformándolas en hermosas figuras de blanco. Niños y mayores disfrutan creando ángeles en la nieve, muñecos rechonchos con nariz de zanahoria, brazos de palos, ojos de piedra inanimada, gorro y bufanda. Hacer guerras con bolas de nieve, donde el herido más grave es el que más se divierte. La nieve que evoca recuerdos navideños, donde la paz y el amor predominan sobre la crueldad y la guerra.

Quiero ser fuego. Dejar tras de mí la huella de la desolación. Bañar de cenizas y negro valles, bosques y montañas. Arrasar fauna y flora. Fuego de mi hogar. Caldear la casa en una chimenea mientras yacemos desnudos en la alfombra. El mismo fuego que descubrieron hace millones de años los hombres. Ser el fuego de tus ojos cuando me miran devorando mi voluntad.

Quiero ser océano. Inmensas aguas que surcar a nado o a flote de un velero. Misteriosos e insondables secretos guardados en el fondo del alma. Vestirme con corales y peces de vivos colores pululando a mí alrededor. De espuma las olas adornarán mi faz.

Quiero ser olor.  Perfume floral a azahar, jazmín y rosas. Olor a dulce de chocolate. A cítricos exquisitos que abren el apetito. El olor de tu piel recién salida de la ducha que despierta mis instintos. Olor salido de las cloacas, por qué no, no puedo cautivar a todos.

Quiero ser tacto. Acariciar tu piel. Tocar tu mentón al despuntar la barba. Retener tus manos frías, entre las mías, y proporcionarlas calor. Rozar tus labios con la yema de mis dedos que tiemblan de emoción. Sentir tu aliento en mi boca. Enredar tu pelo entre mis dedos.  Memorizar tu cuerpo en la oscuridad: cada trazo y rincón de tu fisionomía.

Quiero ser sabor. El dulce amargor del chocolate. El ácido de una fruta tropical que me estremecer. El sabor de tu piel palpitando bajo mi lengua. Paladear el mal sabor que produce el desamor. Fresca menta, amargo café, dulce nata…Todas son explosiones en mi boca.

Quiero ser ojo. Ver todo lo que tus ojos ven. Ver lo que nadie ve. Pero, sobre todo, ver lo que nadie creería jamás. Las fantasías de mis sueños, personajes fascinantes, lugares que nunca se han descubierto o que todavía no se han inventado. Llorar cuando la tristeza me invada y excitarse cuando tu cuerpo aparece delante de mí, contoneándose y pululando con un halo de misterio que me envuelve.

Quiero ser imaginación. Poderosa fuente de sabiduría. Crear en mi mente mundos diferentes donde vivir a tu lado sin que nadie lo impida. Tener al alcance de mi mente todo lo que yo ambicione con tan sólo imaginarlo. Creer es poder, y yo puedo creer.  

Quiero ser palabra. Escrita o hablaba. Porque sin estas no podrías conocer mis pensamientos e inquietudes. Ser frase, los versos que forman una estrofa de rima consonante para crear un poema de amor, fantasías de un cuento infantil o de una novela. Las palabras que compongan la pintura en un lienzo. Las palabras que pueden crear en tu mente imágenes nítidas y fehacientes de lo que te cuento. “Te quiero” –frase que expresa mucho con pocas palabras. “No puedo vivir sin ti” –la boca se llena con el sentimiento al pronunciarlas.

Quiero ser enfermedad.  Marchitar la juventud y la belleza de tu rostro. Despojarte de la esperanza. Consumir tu vigor y alegría con mi paso mortal. Devorar el último aliento de vida que se escapa de tu boca trémula. 

Quiero ser sentimiento. El inocente afecto de un niño hacia sus padres. El cariño de un amigo que acude presto a socorrerte. Odio hacia los enemigos. Celos por la mujer que está a tu lado donde debería estar yo. Alegría por las cosas sencillas de la vida. Valor ante las situaciones adversas. Culpa al dañar a la persona amada sin querer. Felicidad cuando nace un bebé de tus entrañas. Orgullo de una madre cuando su hijo la abraza. Cruel al atacar para defender tu territorio. El dolor que sufres con la furia de mi puño. Y el más grande de todos, amor.

Quiero ser verdad. Camuflada entre líneas. Contundente por su claridad en otras ocasiones. La sinceridad de un amigo. La realidad de saber que no estás conmigo.

Quiero ser mentira. A veces se puede llamar verdad a medias. La destrucción que crea en las relaciones. Engaños camuflados de buenas intenciones. La falsedad de una sonrisa que parece ser amiga.

Este es mi mundo y aquí soy libre para ser lo quiera.

NOTA: Derechos de autor reservados.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Carta al más allá

 

Cada noche recuerdo cuando estabas aquí.
Mi beso se pierde en el aire y te doy las buenas noches.
Procuro estar ocupada para no pensar en ti.
Cuando veo a nuestros hijos siento tu ausencia asfixiándome.
¿Por qué no estás? ¿Qué pasó por tu cabeza?
Nuestros amigos dan palabras de ánimo.
Mi familia está apoyándome, pero nadie comprende cuánto duele.
 Sólo quiero que vuelvas.
Dónde se fueron tus caricias, dile a los rayos del sol que me las dé.
Dónde está tu aliento sobre mi piel, dile al aire que sople en mi oído.
Donde están las conversaciones, diles a los pájaros que me las trasmita.
Sigo aquí escribiendo cartas al más allá.
Recuerdo los últimos días que pasamos juntos y veo que ya estabas lejos.
 Todo apuntaba a un desenlace fatal. No lo supe ver.
Ahora sé que tú ya habías tomado una decisión.
¿Qué podía hacer yo? ¿Por qué no dijiste adiós?
En nuestro hijo veo tu retrato a tamaño reducido, gracias por dejar tu esencia.
Cuando nuestros hijos lloran y preguntan por ti la herida que dejaste sangra lágrimas de soledad.
Dónde están tus besos, dile al agua que sacie el deseo.
Dónde están las discusiones, dile a los truenos que repliquen mis acusaciones.
Donde están tus sonrisas, dile a la vida que sea una comedia.
No paro de escribir cartas al más allá.
¿Por qué, si elegiste dejarme, sigo enamorada?
¿Por qué, si no respondes, hablo contigo cada día?
Y seguiré escribiendo cartas al más allá.

NOTA: Derechos de autor reservados.

martes, 3 de mayo de 2011

Coleccionista de amantes (Presentación de Bib 2ª parte)



Antes de empezar a enumerar los diferentes amantes que he tenido creo que debería hacer un resumen sobre cómo funciono, mis preferencias y contar a grandes rasgos mi relación con los demás.
Los dormitorios de matrimonio suelen tener armarios dobles, una mitad para ella y la otra para él, en mi caso tengo una mitad para mi ropa, que me gusta renovar cada temporada, y lo otra es del hombre que llevo dentro donde guardo vibradores, condones, lencería para todos los gustos, lubricantes, esposas, fustas, falos de diversos tamaños y clases, disfraces de todo tipo… Ese es mi rincón favorito del piso. Cuando estoy estresada o tengo un rato libre abro de par en par el armario y elijo el juguete o juguetes con los que más me apetece pasar el rato.
Cuando la ocasión es propicia, y el hombre que me acompaña está de acuerdo, uso mis juguetes con ellos, pero como la mayoría son amantes de paso no procede ni siquiera el intercambio de teléfonos o la frase de cortesía: te llamaré.
Una tarde de otoño en la que estaba aburrida me quedé en la cama acompañada por mis juguetes. Estaba con el fabuloso conejito retozando por segunda vez desde que lo compré. La humedad descendía hasta las sábanas. La rotación del aparato acariciaba las paredes de mi cueva, sentía las perlas girar dentro de mí y la vibración iba en aumento. El conejito atrapaba con sus orejas mi botón mágico hinchándolo por momentos. Jadeaba, tenía los ojos cerrados para concentrarme en cada sensación, en cada convulsión de mi cuerpo y en los pellizcos que mi otra mano daba a los pezones. La piel estaba impregnada de sudor, las caderas se elevaban con cada embate y las piernas estaban en tensión. Puse al máximo la capacidad del conejo. Arqueé la espalda ante la proximidad del éxtasis. Los jadeos se convirtieron en gemidos ahogados. Apreté con fuerza mis pechos al sentir que iba a explotar. Grité al sentir el orgasmo, me retorcí y convulsioné como si estuvieran estrujando mi alma como un papel.
El placer fue decayendo, mis extremidades empezaron a relajarse, a la vez que los gritos volvieron a ser jadeos. Estaba deleitándome con las últimas sensaciones del éxtasis, sin pensar en nada, saboreando esos instantes de felicidad cuando llamaron al timbre. Resoplando al borde del cabreo me puse una bata de satén y abrí la puerta, era Sara, mi mejor amiga.
-Te he pillado durmiendo –dijo al verme el pelo revuelto y en bata.
-No, estaba con mi vibrador –contesté dejándola entrar y con un gesto que quería decir: eso es mucho peor.
-Lo siento –dijo cortada por mi contestación. Su expresión se volvió lozana y entró-. De eso venía a hablarte. Tengo que escribir un artículo sobre juguetes sexuales y las preferencias de los consumidores, así que venía para hacerte una especie de sondeo.
-Me alaga que hayas pensado en mí –dije con sinceridad y una amplia sonrisa picarona.
-No conozco a nadie con menos tabúes y que le guste tanto este mundo como a ti.
-Ven conmigo, te voy a enseñar mi paraíso –dije cogiéndola de la mano.
La llevé a mi dormitorio que tenía las sábanas revueltas y el conejito todavía estaba sobre la cama. Sara lo vio, pero no dijo nada. Abrí el armario y los ojos de Sara refulgieron con una sonrisa de ilusión. Pasamos horas hablando de ellos y para lo que los usaba. Cuando publicó su artículo, que apareció en portada, me regaló el que es actualmente mi vibrador favorito. Es un llavero del tamaño de un dedo meñique, plateado, con estrías y tiene mi nombre grabado, lo llevo junto con las llaves de casa porque no parece un vibrador y en más de una ocasión me ha servido para gozar fuera de casa sola o con compañía.

NOTA: Derechos de autor reservados.

Coleccionista de amantes (Presentación de Bib)



Mi nombre es Bibiana, pero mis amigos me llaman Bib, es una horterada lo sé, pero suena sensual y yo soy todo sensualidad. Tengo treinta y nueve años, mido un metro setenta, pelo teñido de color chocolate, mejillas encendidas de pasión, ojos verdes como yo, labios hambrientos de besos, medidas perfectas y personalidad alegre, juguetona y llena de vida. Amante de la soltería y de todo el que esté dispuesto a pasar un buen rato. Trabajo organizando eventos, fiestas y celebraciones, lo que me permite conocer a gente muy diversa.

Empecé este diario para conmemorar mi cuarenta cumpleaños que será en seis meses. La idea surgió el día que mis amigas encontraron inverosímil, incluso escandaloso, que me hubiera acostado con tantos hombres que había perdido la cuenta. Pues sí, soy promiscua, ¿y qué? Me gusta el sexo, los hombres, estoy soltera y de muy buen ver.

En fin, que he decido recapitular en una especie de diario a todos y cada uno de los hombres que han pasado por mi vida, también hay alguna mujer y ahí entra en juego la primera amante que tuve y la única con la que sigo manteniendo relaciones con frecuencia: yo.

No tengo conciencia del primer orgasmo que sentí y yo siempre digo que cuando nací no lloré si no que gemí al sentir mi primer orgasmo. Desde niña me daba mucho gustito sentarme encima de un caballo balancín de madera y moverme despacio de un lado a otro, friccionando el sillín de piel con mi sexo: izquierda, derecha, izquierda, derecha, adelante y atrás. La agitación se apoderaba de mí mientras cabalgaba a galope hasta que sentía una explosión y cómo palpitaba mi chirla, que era así como la llamaba mi madre. Con el tiempo el caballo se quedó pequeño y mi abuelo los iba haciendo a mi medida hasta que cumplí los doce años. Entonces comprendí que allí, entre mis piernas, ocurría algo especial y que no debía compartirlo con los mayores. Así fue como empecé a mantener mi relación, conmigo misma, en privado. Durante los primeros años no me atrevía a tocar mi sexo y encontré formas de estimularlo: como la fricción con las piernas, la esquina del colchón, el agua a presión de la ducha y usando a escondidas mi último caballo de madera, que, por cierto, aún conservo y lo tengo en mi dormitorio para dejar la ropa o mis juguetes sexuales.

Al cumplir los catorce, una noche que me miré desnuda frente al espejo de mi dormitorio. Tenía mucho culo, poco pecho y cintura de niña, pero sentí curiosidad de saber cómo funcionaba exactamente la vagina, qué aspecto tenía y por dónde se suponía que debía entrar el pene. Con un espejo de mano pasaba las horas estudiando cada pliegue, cada recoveco y cada curva, acababa húmeda y excitada hasta que un día encontré el botón mágico. Jamás había sentido un orgasmo igual y quedé fascina con lo poderoso que podía ser algo, en apariencia, insignificante: el clítoris.

La curiosidad me llevó a leer artículos sobre el clítoris y el punto G, vi numerosas películas porno y cada vez me sentía más fascinada con aquel mundo de perversiones que me hacía sentir bien, repleto de un sinfín de posibilidades y con la vida por delante para probarlas todas.

Mis primeras incursiones para encontrar el punto G fueron un fiasco y, de hecho, no lo encontré hasta que no empecé a mantener relaciones sexuales. Ahora que ya sé dónde está y cómo explotarlo le hago visitas diarias a la cueva profunda en la que habita, me deleito con su tacto al hincharse y baño mis dedos en sus jugos. Benditos sean los dedos que hacen que el mundo gire.

Lo que más me gusta de ser mi propia amante es que nadie conoce mejor lo que quiero y cuando lo quiero, me anticipo a mis deseos y nunca defraudo a la mujer que tengo entre manos. Lo peor es que no puedo duplicarme o tener el doble de manos, que mis brazos fueran más flexibles para rodear mi cuerpo, que mis labios llenaran de besos toda la piel, pero lo que más rabia me da es que nunca podré deleitarme con el manjar que se esconde entre mis piernas, mirarlo de frente y decirle: eres mío, eres perfecto y te voy a devorar.

Podéis llamarme presuntuosa y egoísta, yo digo que soy fantástica. Creo que para ser buena en el sexo hay que empezar amándose a uno mismo y así transmitir y compartir ese amor con los demás. Por eso, puedo decir que nadie me quiere más que yo, que soy impresionante en la cama y mi primera y mejor amante tiene nombre de mujer: Bib.