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lunes, 18 de julio de 2011

La pérdida de María (Final)

Con la oscuridad llegaron los ruidos de animales nocturnos, todo se vistió de un negro inanimado que, a la vez, parecía tener vida propia y formas siniestras. El aire aullaba a través de los árboles con un quejido que le cortó la respiración. En un arrebato quiso correr, como lo hacía cuando corría detrás de sus hijos. Corrió, o lo más parecido que podía hacer, resbaló al pisar algo y se cayó. Rodó durante lo que parecía una eternidad, hasta que se detuvo. Estaba tendida sobre un costado.
Ovilló su cuerpo escondiendo la cabeza entre sus manos. Profirió unos lamentos pero sin articular ninguna palabra o silaba. Suspiró, trató de levantarse, gritó, deliró un rato, lloró y se compadeció por su situación. Quedó tumbada de costado sin poder moverse, jadeando hasta que suspiró rindiéndose.
Al final, no había logrado encontrarlo.
-¿Encontrar el qué? –se preguntó-. Esa cosita tan hermosa, de bonitos colores –se respondió-. ¿Cómo se llama eso? Rodrigo, se ha pinchado la rueda. Sigue tú a mi padre. No puedo ver nada. Los niños han apagado la luz –continuó delirando hasta que cerró los ojos.
Los ruidos nocturnos, que antes la asustaban, ahora la arrullaban con su cantinela rítmica. Nada importaba ya.
Y después… el vacío.
La despertó el trinar de los pájaros. La luz del alba hizo que se cubriera los ojos, pero al moverse el dolor la recorrió como un relámpago. Decidió quedarse muy quieta para que remitiese. Volvió a abrir los ojos y miró en rededor. Parecía estar debajo de un arbusto, que la cubría casi por completo.
Las rayos del Sol se filtraban entre la hojarasca. Trató de oír voces que la llamaran, pero solamente escuchó el ruido de su estómago. El dolor ocupaba la mayor parte de sus pensamientos. Sus dientes castañeaban bajo sus labios amoratados. El arbusto se difuminó convirtiéndose en un borrón con destellos que la cegaban. Entornó los ojos sintiendo que los parpados tenían voluntad propia y pesaban más que su ganas de vivir. 
El vacío regresó.
La despertó un traqueteo. Estaba tumbada boca arriba sobre algo duro. Oyó voces de hombres que hablaban, pero ninguna le era familiar. Entreabrió los ojos y vio las copas de los árboles contra el cielo matutino. Desde allí tumbada veía a cuatro hombres portándola a alguna parte. La cubría una especie de papel de brillante, que la deslumbraba cuando reflejaba el Sol, pero no podía mover sus manos para protegerse de la luz.
-¿Dónde está mi marido, Rodrigo? –susurró con voz gutural.
Los cuatro hombres la miraron con una sonrisa en los labios.
-Tranquila, María soy médico –dijo un quinto hombre que apareció de la nada haciendo preguntas que ella no deseaba contestar- ¿Recuerdas lo que sucedió? –Ella negó-. Se pinchó la rueda del coche y tu marido no tenía repuesto. Tuvo que dejarte en el coche para ir al pueblo. Cuando regresó ya no estabas.
-¿Y mis padres? Estarán preocupados –balbuceó.
-Tus padres fallecieron hace muchos años –razonó el hombre.
-¡María, María! –Escuchó la llamada de un hombre-. ¿Cómo está?
-Tranquilo, se pondrá bien. Vamos a llevarla al hospital –aclaró el médico.
-María, cariño, ¿cómo te encuentras? –preguntó un anciano que se acercaba por el otro lado. En su rostro podían verse los años reflejados, que habían dejado sus muescas a modo de arrugas. El llanto enturbiaba los ojos verdosos del hombre.
-¿Dónde está mi marido? –le preguntó al anciano.
-María, ¿no lo reconoce? –preguntó el médico.
Ella negó con la cabeza.
El anciano escondió el rostro entre sus rudas manos. Sus labios se contrajeron en un rictus para ahogar un alarido.
-No se preocupe, esta enfermedad es así –lo consoló el médico.
-Es la primera vez que no me reconoce –balbuceó el anciano.

PD: Dedicado a todos los enfermos de alzheimer y a sus familiares.

Nota: Derechos de autor debidamente registrados.

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