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lunes, 6 de junio de 2011

La casa del Hayedo (Parte II)


Eneri fue a la casa del hayedo y yo debí superar mis temores para ir a buscarla. Anduve toda la tarde por el antiguo sendero, que en esta época del año se cubría con un manto de hojas en tonos amarillos, ocres y verdes. Había árboles centenarios de ramas desnudas que parecían garras y podía oírse el borboteo del agua y el trinar de los pájaros. Al final llegué al prado en cuyo centro se alzaba la casa.
En el prado los rosales se confundían con las zarzas, la maleza poblaba el terreno. El camino de piedra, que llegaba hasta la puerta principal, estaba resbaladizo por el musgo y la yedra engullía la mitad de la casa. Los muros que no estaban ocultos se desconchaban dejando ver el ladrillo. La falta de tejas dejaba al descubierto las vigas de madera, parecidas a una herida abierta.
Empujé con todas mis fuerzas la puerta principal. Anunció mi llegada con un quejido que retumbó en el vestíbulo.
Me envolvió un olor nauseabundo y me tapé la nariz. Los escasos muebles estaban cubiertos de polvo y telas de araña, al igual que las lámparas. Los suelos tenían una capa de polvo, tierra en la que se marcaban mis pisadas.
Giré observando en rededor mis huellas y otras más grandes, pero ninguna como las que Eneri habría dejado.
Una corriente de aire me hizo estremecer y cerré la cremallera de mi cazadora. Registré una por una todas las estancias de la planta, embargándome una sensación de pérdida. El salón, un despacho con librerías desiertas, un dormitorio cuyo dosel de la cama lo componían unas telas de araña intactas. En la cocina el hedor se acentuó y el grifo goteaba, el comedor tenía las cortinas raídas…
Mi incursión me llevó al pié de la escalera. Subí los peldaños, que crujían bajo mis pies, mientras estudiaba los techos desconchados y mohosos. Al llegar arriba, vi que del distribuidor salían dos pasillos que parecían estrecharse hasta perderse en la oscuridad. Apenas se filtraba la luz del crepúsculo a través de los cristales rotos de las ventanas. Palpé los bolsillos de mi cazadora y noté el bulto de la linterna que había cogido antes de salir de casa.
Recorrí el pasillo de la derecha buscando cualquier pista que me indicase que allí había estado Eneri. En cada habitación el aire estaba cada vez más cargado y húmedo. Sentía como si una fuerza invisible me asfixiara. Recorrí el pasillo izquierdo más deprisa. El sudor bañaba mi rostro, pero notaba frío y la cabeza me daba vueltas.
Eneri no estaba en la casa.
Bajé las escaleras corriendo. Atravesé el recibidor hasta salir al prado. Me derrumbé sobre la hierba y las hojas secas amortiguaron mi caída. Me costaba respirar y los hayedos se distorsionaron. Cerré los ojos con fuerza tratando de calmarme.
-¿Dónde estás? –sollocé.
Al cabo de un rato me incorporé. Debía regresar a casa antes que anocheciese.
Alcé la vista hacía la casa estudiando su estructura cuadrada. En ese momento me percaté de unos ventanillos cerca del suelo ocultos por la maleza.
Me aproximé de rodillas al más cercano para descubrir qué había allí, pero los cristales estaban cubiertos de mugre. Con la manga de mi cazadora limpié la superficie sin éxito, pues casi toda la suciedad se acumulaba en la parte interna. Me levanté. Examiné los demás ventanillos sin resultado, aunque noté que uno de ellos estaba tapado por un tablón.
En mi desesperación busqué una piedra, la arrojé contra uno de los ventanillos, que se fragmentó. Cogí otra piedra. Rompí los cristales del marco, que habían quedado de punta como cuchillos. Saqué la linterna del bolsillo y la sujeté encendida en la boca. Me senté pasando los pies a través del ventanillo.
-¡Ah! –me corté en el muslo. No me detuve.
Tenía las piernas colgando. Me giré para deslizarme. Contuve el aliento mientras me agarraba al alfeizar. Estaba colgando. Hasta ese momento no había pensado en la distancia que me separaba del suelo. La caída podría ser considerable. Inspiré una bocanada de aire para armarme de valor. El hedor me sorprendió. Me solté sin vacilar. No hubo caída. Di un paso atrás para comprobar que el ventanillo quedaba a mi al alcance para salir de allí.
Miré la herida del muslo, que sangraba. No era muy profunda y no tenía tiempo de detenerme con aquella nimiedad.

Continuará...
Nota: derechos de autor reservados.

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