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miércoles, 1 de junio de 2011

La casa del hayedo (Parte I)


 Eneri, mi mejor amiga, había desaparecido una semana atrás. Estaba soltera y vivía sola. Yo fui quien notó su ausencia.
Lo primero que se barajó fue un accidente por los aledaños. Se habían organizado batidas para buscar en montes, arroyos, terraplenes…
 No quedó un metro cuadrado sin mirar. Investigaron la posibilidad que hubiese marchado sin avisar, pero se descartó. Tampoco tenía enemigos. Yo propuse inspeccionar la casa del hayedo. Aunque al principio no consideraron mi idea, acabaron ampliando la búsqueda a ese lugar, pero tampoco hallaron nada.
 Los lugareños conocían la existencia del prado, cruzado por un arroyo, y de la casa abandonada que allí había, pero no se acercaban a esa zona. Los adultos contaban fábulas, para atemorizar a los niños, sobre fantasmas y espíritus malignos que moraban en la casa. A todas esas fábulas yo añadía los misteriosos hallazgos que Pablo, el guarda forestal, describía a mi marido y al sargento de la guardia civil a modo de confesión. Aunque esas historias acaban en boca de todos: el aire del prado que dificultaba la respiración, la ausencia de animales, el crecimiento de una baya venenosa que no corresponde a este hábitat, el viento que parecía gritar…
 Días antes de la desaparición de Eneri escuché a hurtadillas la siguiente conversación:
 -¿Has vuelto a encontrar más animales muertos? –preguntaba Jorge, mi esposo.
 -Sí y puedo asegurar que a esos jabalís y ciervos no los ha matado un animal o una persona –dijo Pablo.  Ambos estaban de pie con Martín, el sargento de la guardia civil, en la cocina de mi casa, bebiendo cerveza y limpiando las escopetas tras un día de caza.
  -¿Cómo estás tan seguro? –le respondía el sargento.
  -Porque sólo les falta la cabeza. No tiene sentido que un animal sólo decapite a su presa. Por otro lado, una persona no tiene la fuerza suficiente para arrancar la cabeza a un animal sin emplear un instrumento, quizás a un pájaro sí, pero ni siquiera a un conejo. Además, he acampado toda esta semana en el linde del prado, tras unos matorrales para ocultarme. Antes de retirarme a la tienda he dado una vuelta por el prado sin encontrar el rastro de ningún animal vivo ni muerto y por la mañana había varios animales decapitados. Hace una semana encontré un lince y está protegido –explicó.
 -Pueden haberlos matado mientras dormías –dedujo Jorge.
 -Es muy difícil cazar de noche, por no contar con el ruido que haría. Además aguanté varias noches en vela, observando con unas gafas de visión nocturna y no vi nada. Y por la mañana había animales muertos –su relato se convirtió en un murmullo.
 -No creerás las mentiras que se cuentan de la casa del hayedo –bromeó Martín.
 -¡Vamos Pablo, que los fantasmas no existen! –prorrumpió en carcajadas Jorge.
 -Ya lo sé –Pablo simuló tranquilidad dando un trago a su cerveza-, pero no me negaréis que es un caso escalofriante.
 Ahora lamento haber referido esa conversación a Eneri. Ella insistió en ir al prado a comprobar qué había de cierto en el misterio de los animales decapitados. Quiso que la acompañase, pero no logró convencerme. Yo apenas dormía desde que había oído aquella historia.
 -Teresa, son bobadas y exageraciones –me dijo ella.
 -Por nada del mundo iría a ese lugar –aseguré.
  No insistió. Sus ojos marrones rezumaban astucia, lo que acentuaba sus rasgos afilados y su nariz aguileña, mientras acariciaba su melena con una risa sorda. Yo sabía lo que estaba tramando.

Continuará...

Nota: registrados los derechos de autor.

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