La tortura del fantasma
Se preguntaba qué sentiría con el aire azotando su rostro al caer desde esa altura. Vivía sola en el séptimo piso de un bloque tan deteriorado como ella. Salió al balcón para disfrutar de la mañana. Era una de las primaveras más hermosas que recordaba, con el césped como un manto, la intensidad del olor de la primavera encogía su corazón y los colores de las flores parecían las pinceladas de un cuadro de Monet, pero su abatimiento no remitía.
-Las depresiones se agravan en primera y en otoño –dijo el nuevo médico unas semanas antes, mientras garabateaba la firma en la receta su medicamento habitual-. Y las medicinas no son la única cura. Debes hablar con un psicólogo.
-Ya lo hice, pero no resultó –dijo impasible.
El doctor, que la estudiaba con la receta a punto de dársela, frunció el ceño en un gesto reflexivo.
Ella enrojeció al sentirse atraída por alguien más joven. Él era como los hombres que describen las novelas rosas que Tina tanto odiaba por llenar las cabezas de fantasías irrealizables.
-Haremos un trato. Vendrás todas las semanas y me contarás algo sobre tu vida. Quiero que te desahogues, que me expliques tus preocupaciones. No es bueno guardar los problemas para uno mismo. Quizá pueda ayudarte a verlos desde otra perspectiva más optimista –convino él. Apoyó los codos en la mesa y juntó las manos en forma de triángulo a la altura de su barbilla.
-No hace falta –insistió al pensar que aquel triángulo era el objetivo de una cámara por el cual sus sentimientos quedarían al descubierto como si tuvieran rayos equis.
-No es discutible Agustina, si quieres tus medinas tendrás que ganártelas. Dispongo de quince minutos antes del próximo paciente –sentenció acomodándose en su sillón mientras miraba el reloj de la muñeca sin separar las manos.
Tina pensó en inventarse cualquier excusa para posponer el análisis psicológico. Quizá podría cambiar de médico y evitar narrar su penosa vida, pero…
-Empezaré por mi nombre. Es horroroso y siempre se han burlado de mí por él, hasta que conseguí que me llamaran Tina –repuso malhumorada.
-Te llamaré Tina –aseguró riendo.
Tina se quedó embobada con la sencillez de aquella sonrisa. A la mayoría de la gente no le suponía ningún esfuerzo reírse, pero ella no lo hacía de forma natural y tampoco recordaba cuándo fue la última vez que se sintió jubilosa.
-Conocí a Gregorio un año antes de casarnos. Él era un hombre sin estudios, de costumbres anticuadas, le gustaba cazar y solía vestir pantalones de pana, camisa de franela a cuadros y botas de campo, además, me recordaba a un oso, tanto por el tamaño de su cuerpo como por el vello que cubría cada centímetro de su piel. La boda fue precipitada, pero estaba enamorada de un hombre que vivía pendiente de mí y no supe ver más allá de mis narices. Yo me sentía como si fuera el centro de su universo y la posesión más preciada que él tenía. En aquella época en seguida tenías hijos, pero al parecer yo era estéril, aunque no nos hicimos ninguna prueba, ya que se daba por hecho que eran las mujeres quienes no valían. Cada día me sentía más culpable por no darle un hijo a Gregorio y él ahoga sus penas con el alcohol. En los primeros meses de casados fue cuando empecé a conocerle. Al principio eran interrogatorios inocentes: ¿Dónde has estado? ¿Qué hacías hablando con el vecino? ¿Por qué tardas tanto en volver de la compra? Luego fueron las sugerencias: esa falda es demasiado corta, cuando te maquillas pareces una fulana, no me gusta que salgas con tus amigas… Yo, como era joven, procuraba amoldarme a sus gustos por complacerle. Un día llegué a casa más tarde que él. Yo venía de visitar a mis padres, pero creyó que tenía un amante. Ese día las palabras dieron paso a los golpes. Todavía recuerdo aquella noche como si hubiera sucedido ayer, pero prefiero no hablar de ella –dijo inmersa en sus recuerdos y el médico asintió.Continuará...
Nota: derechos de autor debidamente registrados.
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