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viernes, 19 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte IV)




-La noche que yo cumplía cuarenta, recibí una llamada telefónica donde, me informaron que Gregorio había sufrido un accidente de tráfico. Mis padres me llevaron al hospital. En el asiento trasero, y con la oscuridad como mi refugio, recé para que muriera –Tina permaneció callada con la mirada fija en sus manos llenas de grietas y las uñas pintadas. De pronto se sintió ridícula, pero no tenía nada mejor que hacer. El doctor no quiso interrumpir y esperó erguido en su sillón, con los codos apoyados sobre la mesa y sus manos que parecían realmente desnudar el alma de Tina. Ella suspiró con el rostro impávido y continuó-. ¿Cree en Dios? Yo empecé a tener fe ese día. La guardia civil nos explicó que cuando él regresaba al pueblo se había salido de la carretera y colisionó contra un árbol, al parecer había bebido y, el conductor del coche que circulaba detrás de Gregorio, dijo que iba haciendo eses. No dijeron de dónde venía, pues él trabajaba en el pueblo y no tenía por qué coger el coche, pero no hizo falta. A parte de las palizas sufridas durante esos años también me contagió la gonorrea y alguna venérea más. Trasladamos el cuerpo al pueblo y lo velamos en el salón de nuestra casa. Durante ese tiempo y hasta que lo enterramos permanecí como si mi cuerpo se hubiera petrificado, pero por dentro estaba mucho peor. Mi alma era un tempano de hielo insensible a cualquier estímulo. A pesar de hacer calor, yo llevaba camisa de manga larga y medias gruesas negras, para tapar los hematomas, a juego con el resto de la ropa tan oscura como mis deseos de matarlo. Creo que fui yo quien lo asesinó, si no hubiera rezado… –se calló como el que baja el volumen de la radio-. Durante los meses siguientes Gregorio continuó maltratándome en mis sueños, en ocasiones yo era él y golpeaba a la pecadora, que suplicaba perdón por rezar, encogida en un rincón de la cocina. Cuando despertaba podía sentir los golpes. Las pesadillas desaparecieron poco a poco, pero no la culpabilidad, aún hoy sigo teniendo esos sueños. Sobre todo cuando se aproxima mi cumpleaños. Esta semana cumplo cincuenta y tres años, y ante la víspera de esta fecha necesito la medicina más que nunca, por eso estoy aquí –admitió levantando la cabeza para mirar a Anselmo que permanecía en tensión-. Durante dieciocho años de matrimonio tuve varios huesos rotos a consecuencia de fortuitas caídas, nunca por la fuerza de sus golpes; esguinces en los dos tobillos ya que era una mujer algo torpe y enclenque, no porque me hiciera la zancadilla cada vez que trataba de salir corriendo; un hombro luxado por cargar el peso de los canastos llenos de uvas, no porque él retorciera mi brazo para inmovilizarme, los hematomas me los hacía porque era descuidada y tropezaba con todo, nunca los hicieron sus brazos y piernas de oso cavernario; los arañazos en los brazos eran causados por las plantas de jardín, no por sus uñas; él nunca me violó y siempre tenía palabras amables para mí. Acabé por creer todas esas mentiras y en los últimos años aprendí a disimular tan bien como él –la sonrisa retorcida de Tina tenía un matiz taciturno-. Los médicos hacían la vista gorda y el doctor del pueblo, D. Severiano por aquel entonces, era un hombre mayor que acudía a misa todos los días. Cada vez que D. Severiano me curaba yo recibía, además, consejos gratuitos de cómo no enfadar a mi marido, a perdonarlo que tuviera la necesidad de aliviarse con las fulanas del burdel de las afueras y demás disparates. Aunque era libre, cuando murió mi marido, Gregorio se encargó, desde el infierno, que la libertad fuera sólo una ilusión. Gracias a sus vicios no me quedó mucho, la casa decidí venderla, el coche quedó destrozado, aunque tampoco sabía conducir, como no teníamos hijos ni testamento tuve que compartir la herencia con sus padres y las tierras eran de ellos. Sólo tenía una pensión que ni merece la pena mencionar y un montón de deudas que, por suerte, sufragaron una parte de los beneficios por la venta de la casa. Cómico, ¿verdad? –preguntó con una sonrisa que más bien parecía una mueca de dolor.
-Descorazonador, diría yo –reseñó Anselmo.
-Ya he cubierto el cupo de confesiones por esta semana, ¿puedo irme? –preguntó incorporándose a la espera de recibir permiso.


Continuará...


Nota: derechos de autor debidamente registrados.

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