El sol se había ocultado trayendo consigo la noche como un manto negro, sin Luna ni estrellas. El miedo atenazaba sus sentidos. Tenía sed y podía oír el borboteo del agua.
“No salgas del automóvil. Voy a buscar ayuda en el pueblo”, había dicho su marido señalando un campanario que despuntaba entre los abetos.
¿Dónde iba a ir ella si sus piernas ya no le respondían como cuando era joven?
Desde el automóvil distinguió a un pavo real que estaba entre la maleza y los troncos de los abetos. Ilusionada, decidió acercarse para verlo mejor. Con un poco de suerte podría ver su cola abierta en todo su esplendor.
Descendió por la cuneta despacio. Evitando tropezar. Anduvo lentamente para no espantar al pavo. Ya estaba muy cerca del animal.
Sintió el crujido de una rama bajo sus pies. Observó la rama partida y al levantar la mirada para buscar al pavo descubrió que éste ya no estaba.
Anduvo zigzagueando sin rumbo mientras lloraba.
Cuando, por fin, estuvo más calmada se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Giró sus manos observándolas. ¿Tan mayor era como para tener esas manos arrugadas, surcadas por unas venas que sobresalían de su piel moteada?
Decidió buscar el automóvil, pero desde su posición no vio el camino de tierra. Anduvo un trecho con sumo cuidado, apoyándose en los troncos, afianzando cada paso para no caerse. Cansada por el esfuerzo, y habiendo encontrado una piedra alta, decidió sentarse para recuperar el aliento.
En la oscuridad que la engullía, recordó que esa mañana el paseo había durado muy poco y casi ni se acordaba por dónde había caminado, o con quién. Incluso dudó haber paseado. En cualquier caso, con sus piernas no habría llegado muy lejos. Pensándolo mejor, sí que había llegado lejos, tan lejos que se había perdido en algún lugar lejano. ¿Dónde estaría su marido? ¿Por qué no la buscaba?
A su mente acudió el vago recuerdo de una rueda pinchada y a su padre alejándose apresuradamente por el camino. Ella no podía caminar como él, ¡ojalá pudiese correr!
Sentada en la piedra observó que anochecía y, después de recuperar las fuerzas, decidió reanudar la marcha. Tras andar un trecho no encontró el camino. Su mirada se colmó de lágrimas que desbordaron por sus mejillas sonrosadas. Gimoteó a ratos mientras trastabillaba con las piedras del terreno. Su mirada ingenua la convertían en una niña desvalida y abandonada en medio de algún lugar recóndito y olvidado de su memoria. Continuaba lloriqueando cuando tropezó y cayó de bruces magullándose las rodillas y las manos.
-¡Mamá, mamá, me duele! –gimoteó con voz trémula.
Pero su madre no acudiría a socorrerla.
Su corpulencia le dificultaba la respiración. Se esforzó hasta incorporarse. Se puso a cuatro patas y gateó, clavándose las piedras, hasta llegar al tronco de un olmo, donde pudo apoyarse y levantarse no sin dificultad. Se sacudió las hojas y la tierra adherida a la ropa y las manos. Volvió a caminar por inercia, porque debía encontrar… ¿el qué? Tenía la esperanza de ver algo hermoso.
Lloraba a cada paso, buscaba sin encontrar a cada paso, deliraba a cada paso… y cada paso la torturaba.Nota: derechos de autor debidamente reservados.
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