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miércoles, 29 de junio de 2011

Esperando mi dosis




Sabía que el viaje era largo, pero hacía una hora me había telefoneado para decirme que le quedaban cuarenta y cinco minutos para llegar. Así que me dispuse a preparar el terreno.
Llené la bañera con espuma y sales perfumadas a jazmín, su flor favorita. Quería que, nada más entrar por la puerta, sus sentidos se pusieran a funcionar a mil por hora, llevaba mucho tiempo esperando aquel momento y no quería que nada fallara.
De buena gana me hubiera puesto un camisón, pero tampoco quería parecer desesperada, aunque por dentro estuviera derritiéndome como la mantequilla al sol, y mi sol era él junto con su recuerdo y las ganas de tenerlo a mi lado. Con los años se había convertido en una droga para mí y tenía que convivir con el mono la mayor parte del tiempo. Pablo era un espíritu libre, con una rebeldía capaz de desquiciar al alma más pura y su osadía traspasaba límites insospechados.
-Necesitas un hombre que sea constante, que te haga feliz, quieres un hogar con hijos y un perro –recordé sus palabras la primera vez que estuvimos saliendo. La relación duró cuatro años, el máximo que él ha estado con una mujer y me hizo ver que nuestras vidas llevaban caminos separados. Sin embargo, no pudimos dejar de amarnos y desde la ruptura, por muchas mujeres que pasaran, él volvía a buscarme. Por mi parte, ningún hombre consiguió borrarlo de mi mente y mis sueños.
Durante muchos años Pablo fue una constante invariable en mi vida. De vez en cuando me llamaba cuando quería verme y yo hacía lo mismo, pero desde que yo estaba saliendo con Jorge, no le había llamado nunca aunque esperaba con fervor oír la voz de Pablo para decir que necesitaba estar conmigo.
Esa llamada la había recibido una semana antes. Mi corazón estalló más fuerte que una bomba de relojería cuando oí su voz y desde ese día sonaba como el tic tac de una cuenta atrás. Mis extremidades temblaban, me mordía los labios inconscientemente si pensaba en él y mis ojos se perdían en rememorar cada rincón de su cuerpo.
Escuché el rugido de una moto y conocía muy bien ese rugido que anunciaba la llegada Pablo, aflojó la marcha hasta que solo escuché un ronroneo que me hizo estremecer. Un cosquilleo recorrió mi interior hasta acabar concentrado como una algarabía de quinceañeras.
Oí el toque de sus nudillos en la puerta. Me quedé al otro lado, hice tiempo mientras me consumía por dentro. Escuché la segunda llamada y seguí quieta, concentrándome en respirar de forma relajada, aunque de súbito la temperatura de mi cuerpo había subido y me tenía asfixiada. La tercera llamada de sus nudillos, cada vez más acelerados, me hizo reaccionar. Abrí la puerta y ahí estaba, de pie con la chupa de cuero desgastada en algunas zonas, con unos vaqueros y una camiseta cualquiera. Su pelo en los últimos meses se había cubierto de canas, si es que eso era posible, y sus ojos de perro viejo mostraba una ternura que solo era comparable a la lujuria con la me miraba el escote.
-Perfecto –pensé-, este escote en pico con encaje nunca falla, al menos no he tirado el dinero al comprarme este vestido.
Su sonrisa retorcida me dejó sin aire y cuando me miró a los ojos suspiró avanzando hacia mí. Di unos pasos atrás, entró rozando mis pechos con la cremallera de su chupa y con su espalda pegada al marco de la puerta. Nuestros ojos estaban enzarzados y mis labios respondieron a su sonrisa.
-Lástima que tenga que acabar en la basura –dijo con su voz vibrando en el recibidor.
-¿El qué?
-Este vestido –dijo cogiendo con la suavidad de sus dedos el tirante y acariciando mi hombro. Cogió el otro tirante y los bajó a la vez, bajó al filo del escote y mis pechos que se erizaron en el acto.
Me creí desfallecer cuando me besó el hombro y subió por el cuello. Cerré los ojos. Sentí que sus brazos rodearon mi cintura evitando que me callera. Le rodeé el cuello con mis brazos que no querían dejarlo marchar nunca más. Oí cómo se cerraba la puerta. Quería alargar el momento, retenerlo el mayor tiempo posible. Jorge había salido de viaje de negocios durante tres días, así que no había prisa.
-La cena está en la mesa –murmuré sintiendo que sus labios se impacientaban-, se va a enfriar.
-Pues yo la noto caliente –susurró en mi oído mientras su mano se deslizaba por mi trasero y lo palpaba-, está en su punto idóneo –su otra mano acarició mi cadera y bajó hasta el final la falda, volvió a subir entre mis muslos. Sus dedos abrieron la fruta de la pasión que palpitaba de júbilo. Recorrió cada pliegue y hendidura de aquel majar que se sorprendía de cuánto le había añorado-, y se me hace la boca agua al recordar el sabor de este aperitivo.
Mis labios buscaron con urgencia los suyos y ya nada importó más. Esos tres días fueron la mejor recompensa por los últimos meses de espera. Disfrutamos retozando en cualquier lugar de la casa y a cualquier hora. Me despertaba en mitad de la noche con la firmeza de su sexo contra mi nalga. No usamos ropa ni para cocinar y la mejor superficie donde comíamos eran nuestros cuerpos.
Me dejó en la cama, dormida y se marchó con el sigilo de un gato. Sentí como si me dieran una patada en el estómago y supe que tenía un problema serio con las drogas, con mi droga personal… El mayor problema es que yo era feliz teniendo mi dosis cada equis tiempo y en ningún momento pensé en desengancharme.

martes, 21 de junio de 2011

La casa del hayedo (Final)


Me levanté. La luz del alba entraba por todos los ventanillos disolviendo la oscuridad. Salí por donde había entrado. Miré alrededor, antes de levantarme entre la maleza, por si él me veía. Atravesé corriendo el prado y el hayedo. Regresé al pueblo casi sin detenerme.
Al girar la esquina de mi casa choqué contra un hombre. Me caí de espaldas.
-¡Teresa! –gritó Martín agachándose para ayudarme -. Jorge está preocupado, íbamos a buscarte. Estás herida –dijo tocándome la herida.
Gemí de dolor. Sus dedos se mancharon de sangre.
-He encontrado a Eneri –dije entre jadeos. Martín escudriñó en mis ojos-. Está en la casa del hayedo. Tiene la pierna rota y no puede moverse.
-¿Está viva? –se asombró.
-Sí.                         
-Tranquila, dime dónde está exactamente.
-En el sótano, debajo de la escalera. No se lo digas a Pablo. Su silbido, era su silbido –repetí una y otra vez.
Luego recuerdo que Jorge me acariciaba mientras un médico me atendía. Oía preguntas que no sabía responder. Caminaban alrededor y yo tenía una taza de caldo entre mis manos que no llegué a probar, sólo pude tomar un baño con agua caliente e irme a la cama, donde el sueño me venció.
Desperté más tarde, al oír la voz de Martín en el pasillo.
-Al parecer, Pablo inventaba todas esas historias para que nadie se acercase por allí y poder esconder su arsenal –podía escuchar la explicación de Martín desde mi cama-. Había levantado un muro en el sótano sin puerta, dejándolo igual que el resto de las paredes, para ocultar la habitación donde lo tenía todo. Accedía por un ventanillo cegado con un tablero. Recuerdo cuando me contó que había cubierto ese ventanillo para que no se cayese nadie.
-¿Qué guardaba allí? –quiso saber Pedro.
-Ha confesado que organizaba cacerías ilegales de animales protegidos, los disecaba y entregaba los trofeos al cazador. Allí lo guardaba todo.
-¿Por qué cuando se organizó la batida en la casa no se encontró a Eneri? –volvió a preguntar Jorge.
-Pablo organizó esa batida. Ninguno de los hombres que lo acompañaron quiso entrar –aclaró Martín.
Me levanté de un salto y salí al pasillo.
-¿Te encuentras mejor? Has estado toda la mañana delirando –dijo Pedro sujetando mi cara entre sus manos.
-¿Cómo está Eneri? –miré por encima de mi marido a Martín.
-Está muerta –musitó Pedro abrazándome.
-Debí buscar ayuda cuando la encontré, ahora estaría viva. 
-Teresa, eso es imposible. Eneri llevaba muerta desde su desaparición. Pablo ha confesado que la mató tan pronto ella descubrió sus manejos –aseguró Martín.
-¡Hablé con ella! –me zafé de los brazos que me retenían. Increpé a Martín golpeándolo en el pecho-. ¡Le tomé el pulso, oí su corazón, la arropé durante toda la noche…!

Nota: derechos de autor reservados.

lunes, 13 de junio de 2011

La casa del Hayedo (Parte III)


Iluminé alrededor. Había muchos utensilios, casi todo tinajas de barro, barriles de madera, muebles y sillas rotas, barras de hierro oxidado y tablones, apilados contra una pared. El resto, herramientas, colchones, aparejos del jardín y demás trastos, se mezclaban por doquier. El suelo era de cemento, del techo colgaban ganchos de carnicero, algunas cuerdas y una bombilla rota sujeta a un cable. Iluminé un rincón donde, escondida por un muro de ladrillo, había una escalera que subía. Al aproximarme, descubrí que la mayoría de los peldaños de madera estaban partidos y que al final había una trampilla cerrada. Desde arriba yo la había pasado por alto.
Cuando ya me había dado por vencida algo, debajo de la escalera, captó mi atención.
-¡Eneri! –Grité lanzándome a socorrerla- ¡Despierta! –la zarandeé sin obtener respuesta. Su cuerpo yacía en el suelo. El pelo se asemejaba a las zarzas del prado, el rostro y sus ropas estaban manchados de tierra, además su pierna descansaba en una postura forzada.
-Todavía tiene pulso –pensé tocando su muñeca fría-. Te pondré mi cazadora. ¡Aguanta, por favor! –supliqué.
Continué con aquel monólogo. Tenía la esperanza que se despertara. Después de acomodarla me dispuse a salir de allí para buscar ayuda, pero la noche había caído. No me podía marchar y perderme en el hayedo justo cuando la había encontrado. Regresé junto a Eneri. Comprobé una vez más su pulso y escuché el latido tenue de su corazón. Me acurruqué a su lado para darle calor. Apagué la linterna.
Dormité a ratos durante la noche. Cuando me despertaba encendía la linterna para comprobar que Eneri continuaba estable, hasta que me pudo el cansancio.
Entre sueños oí un silbido lejano.
-Ya está aquí –gritó de pronto Eneri-. Vete, corre hasta tu casa o te hará daño como a mí.
-No pienso dejarte aquí –aseguré.
-Tengo la pierna rota –dijo-. ¡Huye!
Tenía razón, yo sola no podía sacarla de ese lugar.
-Volveré.

Continuará...

Nota: registrado en la Propiedad de la Inteligencia.

viernes, 10 de junio de 2011

Tentación


Yo soy la que estimula a tus instintos.
Encaje sobresaliendo de la blusa, piernas largas bajo una falda de tubo que enmarca las caderas y el glúteo, las manos danzarinas como bailarinas, ojos con vida propia, labios que con pocas palabras te dicen todo lo que deseas oír, cuello desnudo que no impide tu avance, la bondad de mis senos abarca tu hombría, mi vientre anhela el contacto del tuyo y la fuente de mis secretos más oscuros espera por ti.
Me miras de soslayo. Tratas de ignorarme, pero no puedes, sabes que acabarás en mis garras. Entraré en tu vida desde dentro, desquebrajando tu voluntad, volviéndote loco de deseo, nublando tu conciencia y haciéndote mi esclavo.
Cada vez me acerco más y tú mente dice que huyas, pero tus pies no responden. Te quedas mirándome. Mis movimientos de pantera te tienen preso y notas que la tensión crece entre tus piernas.
Te falta el aire y sientes que la cabeza está a punto de estallar. Durante un segundo piensas en ella, sabes que tu mujer espera con la mesa puesta y la comida enfriándose en la cacerola, pero cuando susurro en tu oído dejas la mente en blanco. Nada importa más que nosotros.
Nuestra relación es especial, lo sabes y cada vez luchas menos. Te rindes a mis encantos desenfrenados hasta perder el norte y el sur, la cordura y moralidad.
Ya no hay vuelta atrás y lo sabes. Te entregas al deseo, a la pasión del momento, a la lujuria desmedida hasta sentir que tu alma te abandona cuando llega el clímax y crees tocar el cielo. Entonces robo tu ente al vuelo y la hago presa una vez más. La guardo en una caja para jugar con ella siempre que esté hastiada de tu recato.
Yo estoy grabada en cada mujer que posees. Yo te libero de las ataduras morales para hacer que goces. Yo me llamo Tentación.

Nota: derechos de autor reservados.

lunes, 6 de junio de 2011

La casa del Hayedo (Parte II)


Eneri fue a la casa del hayedo y yo debí superar mis temores para ir a buscarla. Anduve toda la tarde por el antiguo sendero, que en esta época del año se cubría con un manto de hojas en tonos amarillos, ocres y verdes. Había árboles centenarios de ramas desnudas que parecían garras y podía oírse el borboteo del agua y el trinar de los pájaros. Al final llegué al prado en cuyo centro se alzaba la casa.
En el prado los rosales se confundían con las zarzas, la maleza poblaba el terreno. El camino de piedra, que llegaba hasta la puerta principal, estaba resbaladizo por el musgo y la yedra engullía la mitad de la casa. Los muros que no estaban ocultos se desconchaban dejando ver el ladrillo. La falta de tejas dejaba al descubierto las vigas de madera, parecidas a una herida abierta.
Empujé con todas mis fuerzas la puerta principal. Anunció mi llegada con un quejido que retumbó en el vestíbulo.
Me envolvió un olor nauseabundo y me tapé la nariz. Los escasos muebles estaban cubiertos de polvo y telas de araña, al igual que las lámparas. Los suelos tenían una capa de polvo, tierra en la que se marcaban mis pisadas.
Giré observando en rededor mis huellas y otras más grandes, pero ninguna como las que Eneri habría dejado.
Una corriente de aire me hizo estremecer y cerré la cremallera de mi cazadora. Registré una por una todas las estancias de la planta, embargándome una sensación de pérdida. El salón, un despacho con librerías desiertas, un dormitorio cuyo dosel de la cama lo componían unas telas de araña intactas. En la cocina el hedor se acentuó y el grifo goteaba, el comedor tenía las cortinas raídas…
Mi incursión me llevó al pié de la escalera. Subí los peldaños, que crujían bajo mis pies, mientras estudiaba los techos desconchados y mohosos. Al llegar arriba, vi que del distribuidor salían dos pasillos que parecían estrecharse hasta perderse en la oscuridad. Apenas se filtraba la luz del crepúsculo a través de los cristales rotos de las ventanas. Palpé los bolsillos de mi cazadora y noté el bulto de la linterna que había cogido antes de salir de casa.
Recorrí el pasillo de la derecha buscando cualquier pista que me indicase que allí había estado Eneri. En cada habitación el aire estaba cada vez más cargado y húmedo. Sentía como si una fuerza invisible me asfixiara. Recorrí el pasillo izquierdo más deprisa. El sudor bañaba mi rostro, pero notaba frío y la cabeza me daba vueltas.
Eneri no estaba en la casa.
Bajé las escaleras corriendo. Atravesé el recibidor hasta salir al prado. Me derrumbé sobre la hierba y las hojas secas amortiguaron mi caída. Me costaba respirar y los hayedos se distorsionaron. Cerré los ojos con fuerza tratando de calmarme.
-¿Dónde estás? –sollocé.
Al cabo de un rato me incorporé. Debía regresar a casa antes que anocheciese.
Alcé la vista hacía la casa estudiando su estructura cuadrada. En ese momento me percaté de unos ventanillos cerca del suelo ocultos por la maleza.
Me aproximé de rodillas al más cercano para descubrir qué había allí, pero los cristales estaban cubiertos de mugre. Con la manga de mi cazadora limpié la superficie sin éxito, pues casi toda la suciedad se acumulaba en la parte interna. Me levanté. Examiné los demás ventanillos sin resultado, aunque noté que uno de ellos estaba tapado por un tablón.
En mi desesperación busqué una piedra, la arrojé contra uno de los ventanillos, que se fragmentó. Cogí otra piedra. Rompí los cristales del marco, que habían quedado de punta como cuchillos. Saqué la linterna del bolsillo y la sujeté encendida en la boca. Me senté pasando los pies a través del ventanillo.
-¡Ah! –me corté en el muslo. No me detuve.
Tenía las piernas colgando. Me giré para deslizarme. Contuve el aliento mientras me agarraba al alfeizar. Estaba colgando. Hasta ese momento no había pensado en la distancia que me separaba del suelo. La caída podría ser considerable. Inspiré una bocanada de aire para armarme de valor. El hedor me sorprendió. Me solté sin vacilar. No hubo caída. Di un paso atrás para comprobar que el ventanillo quedaba a mi al alcance para salir de allí.
Miré la herida del muslo, que sangraba. No era muy profunda y no tenía tiempo de detenerme con aquella nimiedad.

Continuará...
Nota: derechos de autor reservados.

miércoles, 1 de junio de 2011

La casa del hayedo (Parte I)


 Eneri, mi mejor amiga, había desaparecido una semana atrás. Estaba soltera y vivía sola. Yo fui quien notó su ausencia.
Lo primero que se barajó fue un accidente por los aledaños. Se habían organizado batidas para buscar en montes, arroyos, terraplenes…
 No quedó un metro cuadrado sin mirar. Investigaron la posibilidad que hubiese marchado sin avisar, pero se descartó. Tampoco tenía enemigos. Yo propuse inspeccionar la casa del hayedo. Aunque al principio no consideraron mi idea, acabaron ampliando la búsqueda a ese lugar, pero tampoco hallaron nada.
 Los lugareños conocían la existencia del prado, cruzado por un arroyo, y de la casa abandonada que allí había, pero no se acercaban a esa zona. Los adultos contaban fábulas, para atemorizar a los niños, sobre fantasmas y espíritus malignos que moraban en la casa. A todas esas fábulas yo añadía los misteriosos hallazgos que Pablo, el guarda forestal, describía a mi marido y al sargento de la guardia civil a modo de confesión. Aunque esas historias acaban en boca de todos: el aire del prado que dificultaba la respiración, la ausencia de animales, el crecimiento de una baya venenosa que no corresponde a este hábitat, el viento que parecía gritar…
 Días antes de la desaparición de Eneri escuché a hurtadillas la siguiente conversación:
 -¿Has vuelto a encontrar más animales muertos? –preguntaba Jorge, mi esposo.
 -Sí y puedo asegurar que a esos jabalís y ciervos no los ha matado un animal o una persona –dijo Pablo.  Ambos estaban de pie con Martín, el sargento de la guardia civil, en la cocina de mi casa, bebiendo cerveza y limpiando las escopetas tras un día de caza.
  -¿Cómo estás tan seguro? –le respondía el sargento.
  -Porque sólo les falta la cabeza. No tiene sentido que un animal sólo decapite a su presa. Por otro lado, una persona no tiene la fuerza suficiente para arrancar la cabeza a un animal sin emplear un instrumento, quizás a un pájaro sí, pero ni siquiera a un conejo. Además, he acampado toda esta semana en el linde del prado, tras unos matorrales para ocultarme. Antes de retirarme a la tienda he dado una vuelta por el prado sin encontrar el rastro de ningún animal vivo ni muerto y por la mañana había varios animales decapitados. Hace una semana encontré un lince y está protegido –explicó.
 -Pueden haberlos matado mientras dormías –dedujo Jorge.
 -Es muy difícil cazar de noche, por no contar con el ruido que haría. Además aguanté varias noches en vela, observando con unas gafas de visión nocturna y no vi nada. Y por la mañana había animales muertos –su relato se convirtió en un murmullo.
 -No creerás las mentiras que se cuentan de la casa del hayedo –bromeó Martín.
 -¡Vamos Pablo, que los fantasmas no existen! –prorrumpió en carcajadas Jorge.
 -Ya lo sé –Pablo simuló tranquilidad dando un trago a su cerveza-, pero no me negaréis que es un caso escalofriante.
 Ahora lamento haber referido esa conversación a Eneri. Ella insistió en ir al prado a comprobar qué había de cierto en el misterio de los animales decapitados. Quiso que la acompañase, pero no logró convencerme. Yo apenas dormía desde que había oído aquella historia.
 -Teresa, son bobadas y exageraciones –me dijo ella.
 -Por nada del mundo iría a ese lugar –aseguré.
  No insistió. Sus ojos marrones rezumaban astucia, lo que acentuaba sus rasgos afilados y su nariz aguileña, mientras acariciaba su melena con una risa sorda. Yo sabía lo que estaba tramando.

Continuará...

Nota: registrados los derechos de autor.