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jueves, 25 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte VII)



-Llevábamos catorce años casados cuando supe que estaba embarazada. Al principio fue como si todos aquellos años no hubieran existido. Gregorio redujo la dosis de alcohol de forma considerable y me traía flores o bombones casi a diario. Era un milagro. Las discusiones, insultos y amenazas continuaron, además de bofetadas o castigos menos violentos, pero las palizas cesaron. Un día salimos a pasear. Yo estaba de siete meses y como pesaba cincuenta kilos parecía que me había tragado un balón, además los kilos que cogí me dejaron la cara con más lustre, por fin llenaba la ropa y hasta los sujetadores. Nos encontramos con un matrimonio que habían sido amigos nuestros, hasta que dejamos de relacionarnos porque ella se enteró que Gregorio me pegaba. La cuestión es que su marido hizo un comentario algo así como: el embarazo te sienta muy bien –Tina enmudeció y se perdió en algún punto entre ella y su taza de café-. Aquella noche fue la peor de mi vida. Empezó con sutiles sarcasmos, luego insinuó que si tanto me gustaba que otros alabaran mi aspecto debía cuidarlo más. Sacó el neceser del maquillaje, el cual sólo usaba para disimular los moratones, y empezó a maquillarme a la fuerza. Yo estaba inmovilizada entre los azulejos del baño y su brazo apretando mi cuello –la voz de Tina se estaba ahogando como si aquel brazo del pasado estuviera cercando su garganta-. En frente tenía el espejo. Apenas podía respirar. Me embadurnó la cara de maquillaje, pintó unos labios deformes de rojo carmín y puso dos pegotes de rímel en las pestañas que empezaron a chorear mezclados con las lágrimas. Yo tenía el aspecto de una puta emborronada, al menos eso dijo él. Apretó más el cuello. Debí perder el conocimiento. Lo siguiente que recuerdo es que yo estaba de rodillas sobre el bidé. Él tenía agarradas mis muñecas en la espalda como si yo fuera una criminal –la cucharilla de Tina re piqueaba en la taza al compás del temblor de la mano. La soltó y escondió las manos bajo la mesa-. Me violó mientras recitaba palabras similares a zorra desagradecida. Le supliqué, entre contracciones, que me dejara por el bien del bebé. Dijo que si algo le pasaba era por mi culpa. Cuando terminó se fue a la cama con una botella de whisky. Yo pasé la noche en el salón retorciéndome de dolores porque él no quiso ir al hospital. No conduciré durante una hora para nada, ladró. Durante las horas más largas de mi vida pensé que si el bebé moría sería lo mejor. No deseaba que mi hijo viviera la misma pesadilla que yo. De paso podría morir yo con él. Por la mañana, antes de marcharse a trabajar, me dijo que fuera a visitar a mi madre. Seguro que ella te puede ayudar con estas cosas de mujeres, ya verás que no es nada, me dio un beso y se fue. Cuando llegué aquí, mi madre telefoneó a D. Severiano que llegó enseguida. El doctor dijo que estaba de parto y que era imposible llegar a tiempo al hospital. Lo malo no fueron los dolores, tampoco la certeza que pariría un bebé muerto, ni acunarle como si estuviera dormido. Lo peor fue que yo recé para naciera sin vida –Tina empezó a llorar cuando la voz se le quedó en un hilo.
-Nació muerto.
Ella asintió.
-Tú no tienes la culpa.
Sollozó con más fuerza a la vez que cubrió su rostro con las manos.
-Realmente es mejor que el bebé falleciera –trató de buscar las palabras que la consolaran, pero sabía que era en vano.
Tina negó con la cabeza. Quiso desaparecer. La vergüenza no la dejaba quitar las manos de su cara. Sintió que Anselmo la abrazaba y murmuraba una y otra vez: tranquila, ya pasó. Y se abandonó al llanto.


Continuará...


Nota: derechos de autor debidamente registrados.

miércoles, 24 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte VI)



Anselmo estuvo fisgoneando todo lo que tenía Tina en el salón mientras ella preparaba la cafetera y las tazas, que se habían pasado de moda sin apenas usarlas.
-Estos de aquí son tus padres, ¿verdad? –dijo señalando uno de los retratos que estaban sobre la mesita del teléfono.
-Sí.
-¿Este es Gregorio? Me lo imaginaba parecido a un cromañón –dijo tocándose mentón y torciendo la cabeza.
-Es Manuel, mi hermano. No tengo fotos de Gregorio, al menos no las tengo visibles.
-Comprendo.
-¿El qué? –retó escéptica.
-Pues que ya tendrás bastante con recordarle cada día como para tener que verle sonriendo en un marco bonito, como si él no hubiera hecho nunca nada –razonó ojeando los libros.
A Tina la sorprendió las palabras de él, pues así es como pensaba ella.
-¿Quieres leche? –cambió de tema.
-Sí. Veo que te gustan las historias de amor tortuosas: Cumbres borrascosas, Como agua para chocolate, La casa de los espíritus, El amor en tiempos de cólera…
-Son las más reales, aunque algunas cosas sean imposibles como el amamantar a un bebe cuando no has sido madre o los espíritus acechando en una noche de tormenta.
-¿Hablas de tu propio fantasma? –preguntó entrando en la cocina.
-Supongo. Sé que no es real, pero está ahí –dijo llenando las tazas de café-. Vete al salón, ya llevo las cosas.
-Prefiero tomarme el café aquí –dijo Anselmo colocando el azucarero y las servilletas sobre la mesa.
-¿Este piso y los muebles son tuyos? –Preguntó mirando alrededor como si algo chirriara.
-Ahora sí. Lo heredé de mis padres –dijo Tina mientras dejaba las tazas con el café y una jarrita con la leche-. Fallecieron hace dos años y como mi hermano viaja tanto no lo quería, así que él se quedó con las tierras para venderlas y yo, como vivía aquí desde que enviudé, puse las escrituras a mi nombre. Tengo un sueldo que no da para mucho y no he podido comprar muebles o reformarlo, aunque tampoco recibo muchas visitas –dijo encogiéndose de hombros.
Tina sacó un plato con pastas y se sentó frente a Anselmo que volvía a juntar sus manos formando aquel triángulo. Por un instante, ella imaginó que bien podría ser el triángulo de las Bermudas y estaba ahí para hacerla desaparecer.
-¿Por qué te encierras en ti misma? ¿No tienes amigas?
-Ahora sí tengo amigas, pero cuando las veo prefiero hacerlo lejos de aquí. En este piso viví la peor experiencia de mi vida –Anselmo la miró intrigado sin despegar los labios. Tina bajó la mirada y dijo-. En una ocasión me quedé embarazada –la confesión hizo que Anselmo derramara un poco de leche cuando la estaba sirviendo.
-Perdona –dijo empapando la servilleta de papel.
-No pasa nada –dijo como si tal cosa.
-¿Qué pasó?

Continuará...

Nota: derechos de autor debidamente registrados.

martes, 23 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte V)



-Claro –dijo firmando la receta que correspondía a esa semana.
La acompañó en silencio hasta la salida del centro de salud, que estaba tan vacío como las respectivas casas que les esperaban.
-Quiero verte el lunes que viene a la misma hora –dijo manteniendo la puerta abierta para que saliera Tina.
-No sé, de verdad estás preocupado por mí o te gusta el morbo de ver como sufren los demás –dijo retorciéndose las manos.
-Con el tiempo verás que yo no soy tu enemigo –se despidió con un ademán de cabeza y entró dejando la puerta abierta. Tina le vio desaparecer por el pasillo antes que la puerta se cerrara sola.
Esa semana, a pesar de saber que el teléfono no sonaría, Tina lo convirtió en el eje que la mantenía con esperanza.
Decidió aumentar la dosis, por cuenta propia, de las pastillas para dormir, pues los sueños en los que su marido aparecía y la maltrataba eran continuos. Lo único que quería, después de un día de trabajo y de correr temblando hacia el teléfono cada vez que sonaba, era caer inconsciente durante toda la noche sin que el fantasma de Gregorio la importunara.
Llegó el día de su cumpleaños y con él los remordimientos de conciencia se acentuaron. Llevó flores a la tumba de su marido que, desde que falleciera su suegra, estaba cada vez más descuidada. Un rosal plantado a los pies crecía sin control y cubría más de la mitad de la lápida. Tina ni siquiera compró flores. Como era primavera, de camino al cementerio, recolectaba flores silvestres y hacía un ramo con una composición de diversos colores y en forma alargada. Al dejar las flores sobre la lápida se confundían con el rosal y parecía que del granito podía crecer vida vegetal.
-¿Cuándo dejarás de atormentarme? –Preguntó en voz casi inaudible, a pesar de estar sola en el cementerio-. No vas a parar hasta que pague por desear que fallecieras, ¿verdad? Estoy segura que donde estés necesitas a tu esparrin. Tranquilo, ya me quedan pocas ganas de luchar.
Empezaba a caer la tarde cuando decidió que ya no tenía nada más que decirle y sabía que esa noche, como cada aniversario, ella en sueños sería el verdugo y lo mataría, al igual que lo hizo aquella noche del accidente.
Al llegar al portal de su piso, con la mirada fija en los zapatos llenos de polvo del camino y la espalda arqueada debido al peso de su conciencia, la abordó alguien tocándola el hombro por detrás.
Gritó y se cubrió con el bolso. Cerró los ojos esperando el primer golpe.
-Tranquila, soy yo –dijo con los brazos extendidos hacia ella y las manos abiertas para mostrar que no quería dañarla.
-¿Qué haces aquí? –preguntó abriendo los ojos y jadeando al reconocer la voz.
-Me dejaste preocupado el otro día. ¿Podemos hablar un momento? –explicó Anselmo.
-Está bien, sube te invito a un café –dijo titubeando y sin relajar del todo la posición de su cuerpo mientras miraba alrededor como si estuviera cometiendo un delito al dejar subir a un hombre al piso.


Continuará...


Nota: derechos de autor debidamente registrados.

viernes, 19 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte IV)




-La noche que yo cumplía cuarenta, recibí una llamada telefónica donde, me informaron que Gregorio había sufrido un accidente de tráfico. Mis padres me llevaron al hospital. En el asiento trasero, y con la oscuridad como mi refugio, recé para que muriera –Tina permaneció callada con la mirada fija en sus manos llenas de grietas y las uñas pintadas. De pronto se sintió ridícula, pero no tenía nada mejor que hacer. El doctor no quiso interrumpir y esperó erguido en su sillón, con los codos apoyados sobre la mesa y sus manos que parecían realmente desnudar el alma de Tina. Ella suspiró con el rostro impávido y continuó-. ¿Cree en Dios? Yo empecé a tener fe ese día. La guardia civil nos explicó que cuando él regresaba al pueblo se había salido de la carretera y colisionó contra un árbol, al parecer había bebido y, el conductor del coche que circulaba detrás de Gregorio, dijo que iba haciendo eses. No dijeron de dónde venía, pues él trabajaba en el pueblo y no tenía por qué coger el coche, pero no hizo falta. A parte de las palizas sufridas durante esos años también me contagió la gonorrea y alguna venérea más. Trasladamos el cuerpo al pueblo y lo velamos en el salón de nuestra casa. Durante ese tiempo y hasta que lo enterramos permanecí como si mi cuerpo se hubiera petrificado, pero por dentro estaba mucho peor. Mi alma era un tempano de hielo insensible a cualquier estímulo. A pesar de hacer calor, yo llevaba camisa de manga larga y medias gruesas negras, para tapar los hematomas, a juego con el resto de la ropa tan oscura como mis deseos de matarlo. Creo que fui yo quien lo asesinó, si no hubiera rezado… –se calló como el que baja el volumen de la radio-. Durante los meses siguientes Gregorio continuó maltratándome en mis sueños, en ocasiones yo era él y golpeaba a la pecadora, que suplicaba perdón por rezar, encogida en un rincón de la cocina. Cuando despertaba podía sentir los golpes. Las pesadillas desaparecieron poco a poco, pero no la culpabilidad, aún hoy sigo teniendo esos sueños. Sobre todo cuando se aproxima mi cumpleaños. Esta semana cumplo cincuenta y tres años, y ante la víspera de esta fecha necesito la medicina más que nunca, por eso estoy aquí –admitió levantando la cabeza para mirar a Anselmo que permanecía en tensión-. Durante dieciocho años de matrimonio tuve varios huesos rotos a consecuencia de fortuitas caídas, nunca por la fuerza de sus golpes; esguinces en los dos tobillos ya que era una mujer algo torpe y enclenque, no porque me hiciera la zancadilla cada vez que trataba de salir corriendo; un hombro luxado por cargar el peso de los canastos llenos de uvas, no porque él retorciera mi brazo para inmovilizarme, los hematomas me los hacía porque era descuidada y tropezaba con todo, nunca los hicieron sus brazos y piernas de oso cavernario; los arañazos en los brazos eran causados por las plantas de jardín, no por sus uñas; él nunca me violó y siempre tenía palabras amables para mí. Acabé por creer todas esas mentiras y en los últimos años aprendí a disimular tan bien como él –la sonrisa retorcida de Tina tenía un matiz taciturno-. Los médicos hacían la vista gorda y el doctor del pueblo, D. Severiano por aquel entonces, era un hombre mayor que acudía a misa todos los días. Cada vez que D. Severiano me curaba yo recibía, además, consejos gratuitos de cómo no enfadar a mi marido, a perdonarlo que tuviera la necesidad de aliviarse con las fulanas del burdel de las afueras y demás disparates. Aunque era libre, cuando murió mi marido, Gregorio se encargó, desde el infierno, que la libertad fuera sólo una ilusión. Gracias a sus vicios no me quedó mucho, la casa decidí venderla, el coche quedó destrozado, aunque tampoco sabía conducir, como no teníamos hijos ni testamento tuve que compartir la herencia con sus padres y las tierras eran de ellos. Sólo tenía una pensión que ni merece la pena mencionar y un montón de deudas que, por suerte, sufragaron una parte de los beneficios por la venta de la casa. Cómico, ¿verdad? –preguntó con una sonrisa que más bien parecía una mueca de dolor.
-Descorazonador, diría yo –reseñó Anselmo.
-Ya he cubierto el cupo de confesiones por esta semana, ¿puedo irme? –preguntó incorporándose a la espera de recibir permiso.


Continuará...


Nota: derechos de autor debidamente registrados.

jueves, 18 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte III)




Transcurrieron los días sin noticias del doctor. Tina sabía que ella no era ningún caso clínico que interesara a nadie. Trató de continuar con su vida con un ojo en el televisor, viendo documentales de lugares exóticos a los que ella nunca iría, y con el otro ojo suplicando al teléfono que sonara de una vez. Ring. Cuando lo hacía, el timbre trasformaba sus huesos en gelatina y el corazón sonaba como los tambores de las tribus africanas. Hizo una recapitulación mental de todas las personas que la habían llamado en esos días mientras se atusaba el pelo antes de contestar: a diario la telefoneaban para hacer una encuesta o venderla algo, y llamó su prima, Dora, que vivía en Madrid. Pero en esta ocasión el teléfono sonaba distinto.
-Diga.
-¿Está Tina Fernández? –preguntó una voz masculina.
-Soy yo, ¿de parte de quién?
-Hola Tina, soy Anselmo. Quería confirmar que tienes cita el lunes a las dos, ¿te viene bien?
-A esa hora salgo de trabajar, llegaré tarde –dijo en un último intento de escapar del psicoanálisis.
-Mejor, a esa hora seguro que todos los pacientes se han marchado y nadie nos interrumpirá.
-Genial –dijo ella, pero no sabía si dentro de ella esa palabra iba acompañada de un matiz irónico o no.
No supo por qué pero, la llamada y la preocupación del médico confortaron a Tina. Pidió cita en la peluquería donde cubrieron sus canas y le arreglaron las uñas. Lástima que con las arrugas no se pudiera hacer nada.
Ese lunes, antes de salir de la tienda, donde trabajaba, miró su reflejo en la puerta corredera de cristal. Aquel conjunto la favorecía y disimulaba su extrema delgadez. El nuevo peinado acentuaba su cara con forma de corazón y sus ojos marrones estaban encendidos de ilusión, pero el estómago se la encogió cuando pensó en todos los horrores que tendría que rememorar en breves minutos.
De camino a la consulta pensó que no valía la pena. Ella era un caso perdido desde el día que conoció a su marido. Paró y volvió a caminar. Por mucho que se peinara, vistiera con ropa nueva o maquillara nada podía ocultar las arrugas ni su edad, y mucho menos que por dentro estaba defectuosa como la Torre de Pisa que poco a poco acabaría por derrumbarse. Retrocedió varios pasos. Pensó en Italia. Ese año quería viajar allí, como todos los años desde que vio el primer documental de ese país, pero al final nunca compraba el billete de avión. Retomó el camino hacia la consulta, después de todo, si existían las segundas oportunidades, quizá, algún día la tocará a ella.
-Hoy te veo con mejor cara –advirtió Anselmo nada más verla.
-Gracias –dijo sintiendo el calor en sus mejillas y una presión en pecho que la impedía respirar.
-Siéntate, ¿estás más tranquila?
-No es fácil recordar y mucho menos ponerlo en palabras.
-Debes confiar en mí y ser sincera para que pueda ayudarte a encontrar una solución –dijo otra vez con el triángulo de sus manos apuntando a Tina-. Además, te expresas muy bien.
Ella asintió tratando de poner en orden las ideas y decidió contar lo que la atormentaría a corto plazo.


Continuará...


Nota: derechos de autor debidamente registrados.

miércoles, 17 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte II)




Él era seguidor de los combates de boxeo que televisaban -continuó narrando Tina-, así que, cuando me pegaba decía en tono jocoso que yo era un esparrin pésimo, pero que como no tenía otro seguiría entrenando conmigo hasta que fuera una buena esposa. No obstante, por la mañana se disculpaba y besaba los moratones mientras lloraba como si fuera un niño, así que ambos nos perdonábamos y prometíamos no volver a cometer nuestras faltas. Vivíamos en este pueblo donde, por aquella época era la mitad de pequeño y, todos los vecinos nos conocíamos o éramos familia. Tanto mis padres, como los suyos, no veían bien que me pegara, pero… ¿cómo vas a separarte?, decían cuando traían comida a casa porque yo no podía salir con el ojo morado, el labio partido o la sombra de los dedos de Gregorio ajustados a mi cuello como si fueran una gargantilla. Tengo un hermano soltero que vivía en el extranjero y viajaba de un lado para otro, y no conocía la situación. Gregorio era hijo único y poco a poco fue separándome de mis amistades. Lo único que me quedaba era la resignación. ¿Qué otra cosa podía hacer? Viví creyendo que yo no valía nada, sólo era una mujer, mi deber consistía en no provocarle y ser un ama de casa que disfrutaba complaciendo a su marido.
-Nunca pensaste en abandonarle –interrumpió el doctor.
-Todas las mañanas, cuando él se marchaba a trabajar, yo hacía las maletas y le daba vueltas a la cabeza: dónde voy, qué haré, rumiaba con la mano agarrando el picaporte de la puerta, ya no llego a coger el autobús de las diez; qué pensarán mis padres, qué dirán los vecinos, pensaba mirando por la ventana a la gente que pasaba por allí, ya no llego al de las once; qué vergüenza, ¿y si me encuentra?, temblaba sentada en el suelo; ya no llego al bus de las doce, tampoco es tan malo, ayer lloró mientras suplicaba que le perdonara después de abofetearme, sollozaba tumbada en posición fetal –Tina no pudo contener la emoción y las lágrimas escaparon a su control. Ella no quería sentir nada, era mayor para reponerse, pero joven para morir, aunque, esto último lo deseara.
-Comprendo que en aquella época las mujeres tenían pocas opciones –dijo el doctor cuando ella estuvo más calmada.
-Ahora no ha mejorado mucho la situación. Con todos los progresos informáticos, científicos, tecnológicos y demás, no entiendo por qué los jueces o el resto de autoridades no ha logrado frenar esta barbarie en pleno siglo XXII, donde todos presumimos de tener derechos constitucionales y libertad de expresión, todos estamos en la onda si reciclamos o donamos dinero a ONGs y cuando en las noticias aparece otra mujer asesinada a manos de su pareja nos lamentamos antes de cambiar el canal. Yo misma negué mi condición de mujer maltratada. El problema es que aún hoy las mujeres siguen con miedo. Denuncian a sus agresores y qué pasa. Poco la verdad, muchas vuelven con ellos, porque ya tienen la personalidad minada. Las que siguen adelante viven con miedo el resto de sus días y mientras a ellos les regalan órdenes de alejamiento y estancias en la cárcel con todos los gastos pagados, pero permanecen al acecho, se limpian el culo con el papel firmado por el juez o traman su venganza durante esas vacaciones. Las mujeres siguen muriendo y siempre es la misma historia.
-Peor sería quedarse parados.
-Supongo. Yo nunca di el paso y quizá siga viva gracias a eso o tal vez hubiera salido bien, nunca lo sabré.
-¿Qué harías si fueras ahora veinte años más joven y él te siguiera maltratando?
-Huiría a Roma, Florencia, Venecia… los documentales de Italia son los que más me gustan –dijo con la ilusión brillando en sus ojos-. Pero siendo realistas creo que lo atiborraría a alcohol para que le matara una cirrosis.
-Menudo contraste de opiniones –dijo meditando en las palabras de Tina.
-Han acabado los quince minutos –dijo mirando su reloj de pulsera a la vez que se levantaba-. D. Anselmo, como no querrá escuchar más penurias…
-Nos vemos la semana que viene. Yo mismo te telefonearé para concretar la cita –intervino dejando a Tina boquiabierta. Extendió la receta y ella la cogió con recelo.
Se despidieron sin que Tina supiera cómo explicar al médico que no quería seguir con aquello y pensó que Anselmo lo olvidaría.
¿Cómo si no tuviera otra cosa mejor que hacer que escuchar las penurias de una cincuentona? –pensó Tina.


Continuará...


Nota: derechos de autor debidamente registrados.

lunes, 15 de agosto de 2011

La tortura del fantasma (Parte I)

Esta relato largo, que voy a publicar en varias partes, lo escribí hace más de un año y que modifiqué hace poco. Trata sobre los malos tratos y se lo dedico a todas "ellas" que aunque no lo crean son unas luchadoras y llevan el valor pintado en la cara.



La tortura del fantasma


Se preguntaba qué sentiría con el aire azotando su rostro al caer desde esa altura. Vivía sola en el séptimo piso de un bloque tan deteriorado como ella. Salió al balcón para disfrutar de la mañana. Era una de las primaveras más hermosas que recordaba, con el césped como un manto, la intensidad del olor de la primavera encogía su corazón y los colores de las flores parecían las pinceladas de un cuadro de Monet, pero su abatimiento no remitía.

-Las depresiones se agravan en primera y en otoño –dijo el nuevo médico unas semanas antes, mientras garabateaba la firma en la receta su medicamento habitual-. Y las medicinas no son la única cura. Debes hablar con un psicólogo.
-Ya lo hice, pero no resultó –dijo impasible.
El doctor, que la estudiaba con la receta a punto de dársela, frunció el ceño en un gesto reflexivo.
Ella enrojeció al sentirse atraída por alguien más joven. Él era como los hombres que describen las novelas rosas que Tina tanto odiaba por llenar las cabezas de fantasías irrealizables.
-Haremos un trato. Vendrás todas las semanas y me contarás algo sobre tu vida. Quiero que te desahogues, que me expliques tus preocupaciones. No es bueno guardar los problemas para uno mismo. Quizá pueda ayudarte a verlos desde otra perspectiva más optimista –convino él. Apoyó los codos en la mesa y juntó las manos en forma de triángulo a la altura de su barbilla.
-No hace falta –insistió al pensar que aquel triángulo era el objetivo de una cámara por el cual sus sentimientos quedarían al descubierto como si tuvieran rayos equis.
-No es discutible Agustina, si quieres tus medinas tendrás que ganártelas. Dispongo de quince minutos antes del próximo paciente –sentenció acomodándose en su sillón mientras miraba el reloj de la muñeca sin separar las manos.
Tina pensó en inventarse cualquier excusa para posponer el análisis psicológico. Quizá podría cambiar de médico y evitar narrar su penosa vida, pero…
-Empezaré por mi nombre. Es horroroso y siempre se han burlado de mí por él, hasta que conseguí que me llamaran Tina –repuso malhumorada.
-Te llamaré Tina –aseguró riendo.
Tina se quedó embobada con la sencillez de aquella sonrisa. A la mayoría de la gente no le suponía ningún esfuerzo reírse, pero ella no lo hacía de forma natural y tampoco recordaba cuándo fue la última vez que se sintió jubilosa.
-Conocí a Gregorio un año antes de casarnos. Él era un hombre sin estudios, de costumbres anticuadas, le gustaba cazar y solía vestir pantalones de pana, camisa de franela a cuadros y botas de campo, además, me recordaba a un oso, tanto por el tamaño de su cuerpo como por el vello que cubría cada centímetro de su piel. La boda fue precipitada, pero estaba enamorada de un hombre que vivía pendiente de mí y no supe ver más allá de mis narices. Yo me sentía como si fuera el centro de su universo y la posesión más preciada que él tenía. En aquella época en seguida tenías hijos, pero al parecer yo era estéril, aunque no nos hicimos ninguna prueba, ya que se daba por hecho que eran las mujeres quienes no valían. Cada día me sentía más culpable por no darle un hijo a Gregorio y él ahoga sus penas con el alcohol. En los primeros meses de casados fue cuando empecé a conocerle. Al principio eran interrogatorios inocentes: ¿Dónde has estado? ¿Qué hacías hablando con el vecino? ¿Por qué tardas tanto en volver de la compra? Luego fueron las sugerencias: esa falda es demasiado corta, cuando te maquillas pareces una fulana, no me gusta que salgas con tus amigas… Yo, como era joven, procuraba amoldarme a sus gustos por complacerle. Un día llegué a casa más tarde que él. Yo venía de visitar a mis padres, pero creyó que tenía un amante. Ese día las palabras dieron paso a los golpes. Todavía recuerdo aquella noche como si hubiera sucedido ayer, pero prefiero no hablar de ella –dijo inmersa en sus recuerdos y el médico asintió.


Continuará...


Nota: derechos de autor debidamente registrados.